El bulto en la ingle
¿A quién rayos se le ocurriría la idea del yo? Ser yo todo el rato es como una condena a cadena perpetua


Entré en casa, arrojé las llaves sobre el mueble del recibidor y grité:
—¡Hola!
—¿Eres tú?—, preguntó mi mujer.
—Sí—, corroboré.
Y ahí es donde me di cuenta de lo agotador que era ser yo. ¿Por qué no podía ser Javier Bardem?, por poner un ejemplo. No digo para siempre, digo para un rato. Que hubiera podido contestar a mi mujer:
—Sí, soy yo. Bardem.
Y que a ella le hubiera parecido normal. Quien dice Javier Bardem dice Marta Ortega, o Penélope Cruz.
—Soy Penélope Cruz.
¿Qué necesidad tenía yo de ser yo? Y de serlo toda la vida, porque llevo toda la vida siendo yo lo mismo que usted lleva toda la vida siendo usted. ¿Quién nos manda ser yo? ¿Qué necesidad tenemos de ser yo todo el rato? Ser yo todo el rato es como una condena a cadena perpetua. Como vivir en una habitación con una ventana única que da siempre al mismo paisaje interior, de donde sale un olor a coles hervidas. ¿A quién rayos se le ocurriría la idea del yo? A lo mejor no se le ocurrió a nadie, sino que un tipo descubrió el yo dentro de sí, como el que se descubre un bulto en la ingle, y no pudo evitar enseñárselo, asustado, al resto de la tribu. El bulto, que era el resultado de una infección muy contagiosa, se transmitió, y al poco todo el mundo tenía un yo que a veces se inflamaba dando lugar a situaciones difíciles. De modo que nuestro ancestro prehistórico entraba en la cueva y gritaba:
—¡Hola!
—¿Eres tú?—, preguntaba su cónyuge.
—Sí—, respondía él dando por supuesto que ella era ella porque, indefectiblemente, ella era ella como él era él. Ahí comenzó a desarrollarse algo muy enfermizo porque entre el yo y el tú deberíamos haber inventado un pronombre intermedio, que a mí me permitiera ser un poco tú y a ti un poco yo, en vez de funcionar como compartimentos estancos: yo aquí y tú ahí, separados por un muro gramatical. Que fluyéramos, en fin, porque no hay cosa que huela peor que un yo estancado.
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