En medio de la peste
Cuando lo peor sale a la luz, la tentación es arremeter contra todo y olvidar que las cosas no ocurren porque sí


Tal como están las cosas, quizá no sea ninguna exageración decir que vivimos en medio de la peste. Así en España como en el resto del mundo. No hace falta entretenerse con los ejemplos, levanten la cabeza. Ahí están los estragos de la corrupción, las humillaciones que padecen un día y otro los más frágiles, los espasmos de las guerras, la prepotencia de los poderosos. De pronto es como si habitáramos en las alcantarillas, como las ratas. Alrededor hay “una ciénaga siniestra”, “un lodazal apestoso”. En esas circunstancias hace ya mucho tiempo tomó la palabra el hombre del subsuelo y escribió sus memorias. Se publicaron en 1864, la narración la firmó Fiódor M. Dostoievski.
El tipo que habla explica que tiene 40 años, dice que es “un hombre enfermo”, “un hombre malvado”, “un hombre repulsivo”, confiesa que no ha llegado a nada, se presenta como charlatán, como un holgazán. Memorias del subsuelo (Alba) tiene dos partes. La primera es una suerte de perorata del apestado, y ahí cuenta su manera de ver las cosas. En la segunda se ocupa de una sucesión de episodios que vivió cuando tenía 24 años. Lo que pretende, al cabo, es mostrar la verdadera naturaleza de los humanos. Quiere deshacer algunos equívocos, no edulcorar las cosas.
Podría parecer que se trata en estos momentos de una forma de fustigarse inútilmente, pero es necesario escucharlo. Este caballero amargado, rabioso, lleno de inquietantes recovecos, arremete contra el impoluto catálogo de virtudes del que presumen los europeos. Lo que pide es simplemente que se ponga atención a “los gemidos de un hombre educado del siglo XIX”, que se sepa de primera mano cómo ”gime un hombre imbuido del progreso y la civilización europea”. Nos han enseñado, comenta, a ser ilustrados, a tomar conciencia de las cosas que nos rodean y a hacer el bien. Pero también escribe algo que acaso podría suscribir mucha gente en esta época de desgarros, de furia y desamparo respecto a lo que afirman los que nos gobiernan: “El caso es que un minuto más tarde ya me daba cuenta con irritación de que todo era mentira, una mentira repugnante, una mentira afectada, quiero decir, toda esa contrición, todo ese enternecimiento, todas esas promesas de regeneración”.
Un minuto más tarde y ya no creemos en nada. Este es el verdadero peligro. El hombre del subsuelo se revuelve contra los discursos de quienes se emborrachan llenándose el pescuezo de virtudes, y tendría ganas de que actuaran de una vez. Lo más terrible, sin embargo, es lo que dice después, cuando explica que, al fijar el objeto de su rabia, “se desvanece, no hay forma de encontrar al culpable, la ofensa deja de ser una ofensa, y pasa ser cosa del fatum, algo así como un dolor de muelas, del que nadie es culpable”, y esto lo conduce a una única salida: “Golpear el muro lo más fuerte que pueda”.
¿Es así? ¿Es que todo esto esto no es nada más que un dolor de muelas del que nadie es culpable? “Recuerden”, señala el hombre del subsuelo: “Antes les he hablado de venganza”. Lo que está diciendo es que lo que queda es el pus del resentimiento. La marca de nuestro tiempo. Consulten las redes en su móvil, y verán ese ruido que se alza “en contra de todo…”. Frente a esto, lo que queda por hacer no es poco, se trata de no ceder. ¡Cuán certero es el hombre del subsuelo!, se dirán. Así que toca arremangarse para encontrar un rincón en medio de la peste, esté donde esté, que permita decirle que hay otras maneras, que tiene que existir otra salida.
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