Algo se ha roto con Pedro Sánchez
El dilema de “o presunta corrupción o ultraderecha” que plantea el presidente a los votantes de izquierda es dañino por la derrota moral que subyace


Algo se ha roto con Pedro Sánchez. Cuesta pensar hoy que el daño moral provocado por la presunta trama Koldo-Ábalos-Cerdán pueda revertirse como si nada. El Gobierno ha perdido el control de la agenda, tal que parte de la ciudadanía vive ya pendiente de si habrá más filtraciones que se lo lleven por delante. Plantear al votante progresista el dilema entre “presunta corrupción o ultraderecha” no podría ser más lesivo en estos momentos.
Es el resumen de las comparecencias del presidente del Gobierno: transijan con lo que haya podido ocurrir, lo que podamos saber mañana o frente a cualquier recelo que tengan, porque lo que sube será peor. Lo asumen los partidos independentistas: ERC y Junts no podrían apoyar una moción de censura de Alberto Núñez Feijóo porque Vox promete ilegalizarles o recentralizar competencias autonómicas. Sánchez reta a la oposición a tumbarle, a sabiendas de que la alternancia hoy es imposible en España. Su mayor parapeto está en los socios y en el mismo PSOE. Tras ganar las primarias en 2017, el secretario general laminó el poder del Comité Federal y los barones —aquellos que le habían derribado en 2016—, de forma que ya solo podría echarle la militancia, algo impensable.
Así pues, Sánchez ha decidido quedarse y podrá hacerlo hasta 2027, si se empeña: tiene la sartén por el mango. La pregunta es a qué coste será esa resistencia para el futuro del PSOE o incluso, para sus propios aliados. Programas de máxima audiencia en Cataluña llevan dos semanas criticando duramente al Gobierno, algo inédito desde que se aprobaron la amnistía o los indultos. ERC y Junts están presos de la amnistía, y del miedo a la ultraderecha, pero la opinión publicada va por otro lado, y es probable que también su opinión pública. Qué decir del PNV en Euskadi.
Sin embargo, muchos ciudadanos progresistas están dispuestos a asumir el marco anti-Vox, con tal de no ver un retroceso para las mujeres o el colectivo LGTBI. Poca duda cabe que España se asoma a un abismo desconocido si el PP necesitara a Santiago Abascal para gobernar. Ahora bien, que Sánchez haya sometido al votante de izquierdas a aceptar ese dilema es ahora el mayor daño, debido a la derrota moral que subyace.
De un lado, porque no es cierto que la única alternativa sea él o la ultraderecha. La Constitución permite presentar en una moción de censura a cualquier candidato, incluso si no es diputado. Por surrealista que parezca esa vía, acabaría con el mantra de que solo el reaccionarismo puede resetear esta situación anómala. Precisamente, crece la impresión de que cuanto más elevada sea la agonía de esta legislatura, o de los socios de investidura, más largo será el ciclo de gobierno de la derecha.
Del otro, porque el Ejecutivo ha perdido el relato, y cada vez costará más a los propios defenderle. La llovizna de investigaciones o procesamientos —fiscal general, familiares del presidente, presuntas tramas alrededor del Ministerio de Transportes...— no ha hecho más que empezar y las noticias irán copando titulares como una gota malaya. ¿De qué forma seguir afirmando que hay una UCO buena —en la que Sánchez se ampara para echar a Cerdán— y otra mala —la que también emite informes sobre el Fiscal, su señora o su hermano? Son mensajes poco coherentes, por más que luego algunas causas puedan quedar finalmente en nada.
Por último, es difícil imaginarse que la legislatura pueda seguir funcionando con normalidad, si llevábamos hasta ahora dos años ya sin presupuestos, e incluso Podemos ha decidido romper con el PSOE. La formación de Ione Belarra juega al cinismo: de estar en el Gobierno, probablemente estarían tan comedidos como Yolanda Díaz. El fracaso de la nueva política es notorio, asumido que nació para fiscalizar al poder, y ni siquiera pudieron detectar nada presuntamente irregular, pese a compartir mesa del Consejo de Ministros con José Luis Ábalos. El partido morado ha encontrado, pues, su forma de desmarcarse de la izquierda gobernante, de avivar su afrenta contra Sumar, y difícilmente soltará esa baza.
Claro está, el lío actual arroja a un dilema aún mayor para Sánchez: lo injusto de hacer juicios paralelos, cuando ninguno de sus colaboradores ha sido condenado aún en firme, y tienen presunción de inocencia hasta que no se resuelva lo contrario. Y pese a ello, el halo de sospecha sobre el partido, La Moncloa o su propia responsabilidad in vigilando puede acabar siendo más letal hoy que cualquier auto, así sean dudas infundadas.
En definitiva, el presidente ha decidido forzar la máquina, una vez más, con su decisión de seguir adelante. En el pecado está la penitencia. La resistencia siempre fue seña de la casa, pero hoy no está tan claro que por el camino no vaya a romper algo irreparable, tal que el PSOE, sus socios o la democracia lo acaben pagando demasiado caro a corto plazo. Hay una diferencia entre liderar y tomar rehenes para la propia causa. Llegar a la conclusión, desde las propias filas, de que la superioridad moral hoy no juega de parte de este Gobierno, o de que quizás un ciclo se ha acabado, tal vez sea el mayor síntoma del punto de no retorno, de que algo se ha roto ya con Pedro Sánchez.
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