¿Y qué va a hacer el PSOE?
Los socialistas están conmocionados, no solo por todo lo que se va sabiendo, sino también porque llevan tiempo sin decirse las cosas


Hubo unas primarias, en las que el PSOE escogió al sucesor de Alfredo Pérez Rubalcaba. Se presentó Eduardo Madina y, para impedir que ganara, varios de los dirigentes más poderosos del partido apostaron por un diputado al que muchos de ellos desconocían. Votaron los militantes y Pedro Sánchez, que representaba la novedad, ganó unas primarias que le llevaron a entrar en Ferraz acompañado de quien entonces se preciaba de ser la líder territorial más poderosa e influyente. Fue una imagen simbólica: la llegada del secretario general escoltado por Susana Díaz, y fue también el preludio de una guerra entre ellos que partió al PSOE y acabó por llevarlo al escarnio de un comité federal con biombo. Sánchez renunció.
Desahuciado varias veces, empezó a forjar el relato del hombre que sobrevive siempre y al que le alcanzaba con un Peugeot para ganarse a los afiliados. Se impuso a Susana Díaz y, en aquella batalla interna —clave para saber las cosas que pasaron después— Sánchez distinguió a sus personas leales, a las que premió con los puestos de más responsabilidad en el partido. Ahí estaban José Luis Ábalos y Santos Cerdán, fieles desde primera hora. Luego vino la moción de censura, que defendió el propio Ábalos ante los ojos del país con la premisa de que la corrupción era insoportable. Sánchez llegó al Gobierno, donde se mantuvo bajo el reclamo electoral recurrente de que él es la única alternativa: si no gobierna él, aunque sea de la manera más precaria, gobernarán las derechas.
Ábalos y Cerdán escogieron a Sánchez. En correspondencia, Sánchez les escogió a ellos. Interpretó que la fidelidad era un mérito muy por encima de la capacidad. Les encomendó la organización del Partido Socialista y a Ábalos, incluso, le puso al frente del ministerio que adjudica la obra pública. Sin controles ni preguntas, ambos tejieron la estructura que compartieron con Koldo García, según las conversaciones que él mismo les grabó. Ahora, la dirección socialista niega lo que todo el mundo sabe: que, si hubiera ocurrido en el PP, pedirían la dimisión del primero al último.
Pero el PSOE está en shock. Lo está por todo lo que se va sabiendo. Y porque lleva tiempo sin decirse las cosas. Sin que ni siquiera los cinco días de pausa que se tomó su líder hubieran servido para que un partido centenario se atreviera a preguntarse qué haría sin Pedro Sánchez o después de él, con toda la estructura a su disposición. Sin levantar la voz en las ejecutivas. Sin autocríticas. Sin reproches porque el Gobierno renuncie al deber constitucional de presentar los presupuestos. Sin sorpresas por el hecho de que el Consejo de Ministros se llene de secretarios generales con el poder territorial. Sin primarias, como las que Ferraz evitó en Valencia.
En ese estado de cosas, la pregunta frente al escándalo ha sido qué va a hacer Pedro Sánchez, que de momento ha encargado una auditoría y ha descartado la cuestión de confianza y el adelanto electoral. Que ha llegado a decir que la crisis por las obras que concedía el Gobierno no afecta al Gobierno, como si no hubiera sido su presidente quien eligiera a Ábalos y a Cerdán, quien confiase en ellos y quien, más aún, pidiera esa confianza a los demás. El partido le vuelve a esperar, como sucedió en aquellos cinco días de pausa, aunque esta vez el precio es mayor: se juegan su credibilidad y el superpoder de supervivencia se agota. Por eso hay otra pregunta pertinente, que parece la misma, pero no lo es: no es solo qué va a hacer Sánchez, sino qué va a hacer el PSOE. Para saber, al menos, qué debate quiere dar y hasta dónde.
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