Cristina Kirchner, condenada
El Estado argentino tiene la obligación de garantizar que la sentencia contra la expresidenta no se convierta en arma partidista

La inminente detención de Cristina Fernández de Kirchner marca un punto de inflexión histórico en la política argentina. Por primera vez, una expresidenta será privada de libertad por corrupción tras una condena firme dictada por la Corte Suprema. Se trata de un hecho de enorme trascendencia institucional que confirma la vigencia, aunque imperfecta, del Estado de derecho, pero que también expone al país a un nuevo ciclo de polarización y conflicto.
La Justicia ha determinado que Kirchner fue responsable de una trama de corrupción sistemática en la adjudicación de obras públicas durante sus gobiernos. Las pruebas, reunidas a lo largo de un extenso y complejo proceso judicial, fueron validadas en varias instancias hasta llegar a la ratificación final del máximo tribunal. Una decena de jueces intervinieron a lo largo de la causa, lo que fortalece su legitimidad técnica. Sin embargo, también es cierto que la instrucción y sus tiempos han sido controvertidos desde el punto de vista político: hubo dilaciones inexplicables durante años, seguidas de aceleraciones sospechosas cuando se acercaban las elecciones. Mientras tanto, decenas de causas contra dirigentes no kirchneristas permanecían estancadas. Ese uso desigual de la vara judicial alimenta el argumento de que no solo la expresidenta debería ser juzgada.
Es responsabilidad del Estado garantizar que la aplicación de la justicia no se convierta en un arma de desgaste partidario. Sentencias de esta magnitud no deben usarse para aplastar a la oposición ni para reforzar narrativas oficiales. El Gobierno de Javier Milei, que ha oscilado entre celebrar el fallo y azuzar la confrontación ideológica, debería contener el impulso de convertir esta condena en un trofeo electoral. No le corresponde a ningún poder del Estado instrumentalizar la justicia, menos aún cuando el país atraviesa un clima social inflamable. Al mismo tiempo, es responsabilidad del peronismo, tanto el kirchnerista como el tradicional, no azuzar el fantasma de la revuelta social, que siempre da malos resultados. Por parte de la Casa Rosada, las movilizaciones a favor de Kirchner no deben servir de excusa para radicalizar el discurso de mano dura que promueve contra cualquier señal de descontento.
Cristina Fernández de Kirchner, pese a su condena, sigue siendo una figura central del peronismo. Paradójicamente, su exclusión del juego electoral puede haberla fortalecido simbólicamente. El peronismo encuentra en su defensa una causa común frente a un oficialismo que no ha logrado construir consensos ni ofrecer estabilidad. No hay unanimidad sobre si esta es una buena o mala noticia para Milei: una Cristina mártir puede tener más poder que una Cristina candidata. El paralelismo con el caso de Lula da Silva en Brasil es inevitable. La cárcel no borró su liderazgo, sino que, en última instancia, lo potenció.
Argentina necesita reconstruir un mínimo consenso institucional. Eso no pasa por negar los delitos ni justificar el relato de persecución. El Estado tiene la obligación de garantizar que la expresidenta cumpla su condena bajo condiciones dignas, incluida la prisión domiciliaria, como corresponde a cualquier exmandataria. Que la democracia argentina no profundice en una espiral de odio dependerá de la altura de sus líderes.
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