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La fiesta del zorro

Lo extraordinario de lo que estamos conociendo estos meses no son los supuestos encuentros corruptos, sino las fehacientes reuniones legales entre personas privadas y cargos públicos

El empresario Víctor de Aldama increpa a la exmilitante del PSOE Leire Díez, el día 4 en Madrid.
Víctor Lapuente

En un edificio ruinoso, lo de menos son las cloacas. Del partido o del Estado. Haberlas haylas, pero también hay jueces y policías. Tenemos una de las justicias del mundo más severas con los poderosos. Aunque es lenta y está desbordada, porque anda exigida hasta límites extremos por un Estado que presenta deficiencias estructurales. Ahí reside el problema.

Lo extraordinario de lo que estamos conociendo estos meses no son los supuestos encuentros corruptos, sino las fehacientes reuniones legales entre personas privadas y cargos públicos. Que los empresarios tengan las puertas abiertas de despachos oficiales y se tomen cafés con políticos o asesores no es admisible en una democracia sana sin una fiscalización exhaustiva. Los intereses económicos no pueden meterse alegremente en la cocina de unas medidas que pueden concederles millones en contratos, ayudas u otras dádivas. Eso es meter al zorro en el corral de las gallinas sin preguntarle qué viene a hacer.

Nos impactó mucho la foto de unos grandes empresarios norteamericanos en primera fila durante la inauguración de Trump. Pero no nos llevamos las manos a la cabeza al descubrir que grandes, medianos y pequeños empresarios españoles se pasean a sus anchas por ministerios, consejerías o ayuntamientos.

En EE UU, todo actor privado, ya sea corporación multinacional u ONG local, debe cumplir unos requisitos estrictos antes de interactuar con un actor público, ya sea el presidente, un senador de Minnesota o una funcionaria del Departamento de Agricultura. Los lobbies deben reportar sus contactos con todos los empleados públicos y el objeto de los mismos. Muchos países, de Canadá a Alemania, han seguido esa senda: luz y taquígrafos entre reguladores y regulados.

España trabaja en una ley de grupos de interés que, aun con lagunas, supondría un avance en uno de nuestros grandes agujeros legales. Pero, de momento, en las relaciones público-privadas impera la ley del más fuerte. Y la hipocresía. Sabemos todos los detalles chismosos: la agenda al minuto de una ministra y los coches de un diputado. Pero no lo relevante: cuándo y por qué los lobbies hablan con cargos políticos o funcionarios. Y los unos y los otros carecen de formación suficiente sobre los riesgos para la integridad. Tampoco hay mecanismos de castigo.

Seguramente no es casualidad que los países a los que la pandemia pilló con una regulación seria del lobby tuvieran menos casos de corrupción. Ahí las urgencias de la crisis no fueron un festín para los depredadores. Aquí sigue la fiesta del zorro.

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