Ucrania (y el mundo) en Harvard
Ver a los estudiantes en los verdes prados de la universidad dan la esperanza de que el cosmopolitismo y la inteligencia salvarán al planeta

“El territorio de la actual Ucrania fue la primera frontera del espacio político y cultural que llegaría a conocerse como mundo occidental”, escribe Serhii Plokhy, historiador y profesor en Harvard, donde dirige el Instituto de Estudios Ucranios, establecido en esta universidad en la década de los setenta, en plena era soviética, cuando era inconcebible hablar de este país eslavo como de algo diferente de Rusia. En su libro Las puertas de Europa, tras estas palabras, el autor explica que el “el primer geógrafo y etnógrafo de Ucrania fue Heródoto”, que ya llegó a darse cuenta de la heterogeneidad de este territorio, entonces frecuentado por las tribus eslavas y nómadas (fundamentalmente los escitas), aparte de los vikingos (o varegos) que seguramente participaron en la fundación de la Rus de Kiev, que ucranios, rusos y bielorrusos actuales consideran su primer Estado y tierra de origen. “Un complejo proceso historiográfico remite a las voces del pasado”, dice mi colega ucranio, cuyos numerosos libros (cuatro publicados en español) han cobrado especial relevancia desde la invasión rusa de Ucrania.
“Ahora también en Harvard somos testigos de la historia”, comenta Plokhy mientras atravesamos el campus de esta célebre institución académica que ahora, a finales de mayo, con los estudiantes que celebran sus fiestas de graduación, vive un ambiente festivo, a pesar de todo. Los verdes prados que abundan entre los edificios históricos del campus central en Harvard Square, se llenan de las familias de los estudiantes graduados, venidos del mundo entero. Reina un ambiente extremadamente positivo, como si no existiera mal en el mundo. Por su índole internacional y amable, me recuerda a una de las últimas cumbres de los países no alineados (Belgrado, 1989), un movimiento que durante los años de la Guerra Fría intentaba representar una alternativa tanto al bloque comunista como al capitalista.
Salvando las distancias, ahora en Harvard se ve que justo la diversidad es uno de los sellos principales del “éxito”, y la base del credo de que un mundo mejor es posible. Esta universidad en los últimos meses ha manifestado algo que debería de ser universalmente válido para la comunidad académica donde quiera que esté: defender su independencia y libertad de pensamiento en tiempos de circunstancias históricas y políticas adversas. “Vosotros sois lo más importante de nuestra institución”, dijo el rector de Harvard, Alan Garber, a los jóvenes que después de cuatro años de estudios están a punto de alzar el vuelo, desde su alma mater hacia el mundo. “Llevaréis lo que aquí habéis aprendido y compartido; es solo el punto de partida para que podáis trabajar y hacer diversas cosas que harán que el mundo sea mejor”, añadió durante el acto de graduación, celebrado el pasado 30 de mayo. Su discurso, largo y emotivo, hizo saltar muchas lágrimas entre los miles de asistentes.
“Tenemos estudiantes rusos, y ucranios también; los primeros, si regresan a su país, pueden acabar en la cárcel acusados de disidentes; los segundos, pueden ser enviados al frente”, comparte Plokhy, otra gran preocupación que tiene en este momento, aparte de la guerra entre Ucrania y Rusia. Ya llegados al lugar del campus donde está la casita que alberga el Instituto de Estudios Ucranios, mi interlocutor me señala con el dedo el sendero por el que se llega al Centro Davis de Estudios Rusos y Asiáticos, sugiriéndome algunos nombres de colegas que se dedican a temas afines. Además de colaborar en actos académicos y coorganizar actividades, estos dos centros de Harvard, que llevan los nombres de los países que ahora están en guerra, tienen opiniones análogas respecto a la invasión rusa de Ucrania: condenan la política de Vladímir Putin y piden proteger a todos los refugiados y disidentes políticos que están en la academia.
“¿Has visto alguna vez que una nación gratifique a su liberador?”, escribe Lesya Ukrainka (1871-1913) en Casandra, un poema dramático, uno de los numerosos libros que alberga el Centro de Estudios Ucranios de Harvard. Esta autora, junto a Taras Shevchenko e Ivan Franko, lideraría lo que podríamos denominar el canon literario ucraniano. El archivo Ucrainica de Harvard divide su legado en diversos apartados: documentos que aportan material para estudiar la historia de Ucrania, luego textos que crearon el imaginario colectivo respecto a esta tierra, y, por último, autores que en su momento nacieron en lo que actualmente entra dentro de las fronteras de Ucrania. Esto nos da pistas de qué manera podemos aproximarnos a la cultura de este país, que como una de sus prioridades, además de la paz, necesita que se reivindique su propia cultura, hasta hace poco contemplada esencialmente bajo la órbita de lo ruso.
“¿Sabes cuál es tal vez la diferencia esencial entre los ucranios y los rusos actuales?”, me comenta Plokhy antes de despedirnos. “Ucrania definitivamente quiere formar parte de Europa, tal como se declaró oficialmente en el referéndum democrático a partir de la revolución naranja (2014); mientras que en Rusia las opiniones están aún muy divididas, y predomina el antioccidentalismo que favorece a Putin”. Los historiadores, como los filósofos, contemplan las guerras y las vorágines políticas como fenómenos que se repiten; simplemente, no hay nada nuevo bajo el sol. La amabilidad de mi interlocutor, nada radical ni en sus libros ni en la conversación, junto a la energía y la buena fe de los estudiantes venidos del mundo entero que pasean por el campus, hace pensar que, tal vez, el cosmopolitismo y la fuerza de la inteligencia salvarán al mundo. O, al menos, impedirán que se precipite hacia el abismo.
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