¿Es realmente España un Estado aconfesional?
El privilegio del que goza la Iglesia católica debe ser corregido con un marco regulador común a todas las demás confesiones


El fallecimiento del papa Francisco y la posterior elección de su sucesor, León XIV, son acontecimientos que, más allá del lógico impacto en el seno del catolicismo, están generando una intensa movilización institucional, social y mediática que evidencian el extraordinario peso específico que conserva esta confesión religiosa. Es precisamente este contexto de atención preferente el que da pie para abordar una cuestión recurrente en España: la efectividad de la aconfesionalidad que, según la Constitución, define a nuestro Estado.
La identificación entre el poder público y la Iglesia católica en España, salvo períodos aislados (la Segunda República, muy destacadamente), es un elemento definidor esencial de nuestra historia. Sin ir más lejos, la dictadura franquista abrazó el catolicismo como religión oficial, asumiendo los poderes públicos su credo y proyectándolo sobre el ordenamiento del Estado y sus instituciones. Esta situación de arraigado monopolio se quiebra con la Constitución de 1978, puesto que, tras garantizar “la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley” (artículo 16.1), a continuación, proclama que “ninguna confesión religiosa tendrá carácter estatal” (artículo 16.3). La separación entre la esfera pública y la religiosa adquiere carta de naturaleza constitucional, lo que significa que los valores y principios que inspiran la actuación del Estado son los establecidos en la Norma Suprema y no los defendidos por ninguna creencia religiosa (sentencia del Tribunal Constitucional 24/1982).
La aconfesionalidad, sin embargo, no se concibe constitucionalmente en términos de indiferencia o inacción estatal, dado que los poderes públicos no solo “tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española” sino que, asimismo, “mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. Este mandato, por lo demás, se conecta directamente y es manifestación específica del genérico deber de dichos poderes “de promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas” (artículo 9.2). De la Constitución se desprende, pues, un modelo de “laicismo positivo” (sentencia del TC 46/2001), que constriñe al Estado a adoptar medidas que garanticen tanto el ejercicio individual de la libertad religiosa como el efectivo desarrollo de las actividades de culto por parte de las distintas confesiones.
Por la vía de las alusiones se introduce un significativo elemento de asimetría en la configuración constitucional del deber de cooperación estatal, ya que la Iglesia católica es objeto de una mención concreta frente al tratamiento indiferenciado del que son objeto las “demás confesiones”. Esta diversa aproximación semántica evidencia la pujanza del catolicismo tanto durante los debates constituyentes como en la negociación de los Acuerdos con la Santa Sede de 1979, que se desarrolló en paralelo a la elaboración de la Constitución. Tales acuerdos configuran un modelo cooperativo en el que el Estado, atendiendo a la libertad religiosa, garantiza a la Iglesia católica la impartición de enseñanza religiosa en los centros educativos públicos, así como la prestación de asistencia y el desarrollo de actividades de culto en hospitales públicos, instituciones penitenciarias y Fuerzas Armadas. El desempeño de dichas actividades corresponderá a las personas seleccionadas por las autoridades eclesiásticas (en el ámbito educativo se exige el requisito de idoneidad desde la perspectiva del credo católico como condición para impartir la asignatura de religión), corriendo a cargo del erario público el pago de sus salarios. Por lo que respecta a la financiación, la afirmación de que en el futuro la Iglesia católica asumirá tal responsabilidad no supone un obstáculo para incorporar, hasta tanto se consiga tal objetivo, el compromiso estatal de asignarle recursos. En el ámbito fiscal, esta confesión queda exonerada del deber de pagar determinados impuestos, entre ellos, el de bienes inmuebles de su propiedad.
Aunque la Ley Orgánica de Libertad Religiosa se aprobó en 1980, habrá que esperar más de una década para que el mandato constitucional de cooperación estatal con las “demás” confesiones religiosas vea la luz. En 1992, mediando un contexto de creciente pluralismo religioso, se suscriben tres acuerdos con las Federaciones de las confesiones evangélica, musulmana y judía. Atendiendo a su contenido, el modelo de cooperación establecido muestra diferencias muy significativas con respecto al de la iglesia católica, incorporando algunas asimetrías jurídicas de dudosa justificación constitucional. Así sucede con el servicio de asistencia religiosa de las Fuerzas Armadas, que sigue estando compuesto únicamente por capellanes católicos, sin que se hayan incorporado, como sería necesario, miembros de las otras confesiones. Tampoco se ha producido un efecto de asimilación en materia salarial, dado que la obligación asumida por el Estado con respecto a los sacerdotes católicos que prestan asistencia en el Ejército, considerados personal adscrito al mismo, no se extiende a los representantes de las restantes Iglesias. Este mismo esquema no paritario también rige en los hospitales públicos y las instituciones penitenciarias. En ambos casos, los clérigos católicos cuentan con espacios propios para desarrollar sus actividades (capillas y despachos). Además, forman parte de los organigramas de dichos centros, siendo retribuidos por la Hacienda pública. Por su parte, a los ministros de las otras iglesias con Acuerdo solo se les reconoce la facultad de ejercer sus funciones en los referidos ámbitos, permitiéndose el uso de espacios (no específicamente determinados) y sin que la remuneración por las mismas sea asumida por las administraciones respectivas.
Una valoración asimismo crítica desde la perspectiva de la igualdad de trato entre confesiones religiosas merece la cuestión de la financiación. Aquí, una vez más, el estatus privilegiado de la Iglesia católica se hace patente. Y es que los contribuyentes podemos, marcando la casilla correspondiente de la declaración del IRPF, contribuir a su sostenimiento económico con el 0,7% de la cuota del impuesto. Una opción similar no se contempla en relación con otras confesiones religiosas, las cuales (siempre que tengan acuerdos con el Estado o cumplan el requisito de “notorio arraigo” legalmente establecido) pueden recibir anualmente fondos públicos a través de la Fundación Pluralismo y Convivencia. El destino de los recursos obtenidos, sin embargo, no es libre, condicionándose al desarrollo de concretos proyectos de integración social y cultural.
La comparación de los rasgos básicos de los modelos de cooperación vigentes en España arroja una imagen de claro desequilibrio entre el tratamiento jurídico que recibe la Iglesia católica, que ocupa una posición claramente privilegiada, y el de las “demás”, con la consiguiente merma del principio de aconfesionalidad del Estado. Para solventar los problemas detectados, resultaría constitucionalmente necesario establecer un marco regulador común sobre asistencia religiosa y ejercicio de actividades de culto en los distintos espacios públicos que fije unos estándares mínimos obligatorios. A partir de ahí, lógicamente, el mayor arraigo social de una confesión religiosa justificará recibir un trato más favorable. Análogamente, en materia de financiación, dado que el objetivo de la autosuficiencia de las iglesias mediante la creación de un impuesto eclesiástico a pagar por sus fieles no aparece como una opción plausible en la práctica, deberían ponerse en práctica otras medidas orientadas a corregir la desigualdad existente. La solución más sencilla sería una reforma para incorporar, mediante la inserción de las casillas correspondientes en la declaración del IRPF, la previsión de contribución personal voluntaria a la confesión religiosa indicada.
La relevancia de los logros alcanzados en materia de aconfesionalidad del Estado desde 1978 es indudable. Queda, sin embargo, todavía camino por recorrer para lograr una comprensión constitucionalmente más adecuada de tal principio. Instaurar un modelo de cooperación con las distintas confesiones religiosas que, teniendo presente su diferente grado de implantación entre la ciudadanía, asuma un efectivo compromiso con la igualdad sigue siendo una asignatura pendiente.
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