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COLUMNA
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El as de oros

No deja de ser una ironía que en los días en que falleció José Mujica, Donald Trump visitara a las ostentosas dictaduras del golfo Pérsico

José Mujica, en junio de 2019.
David Trueba

El viejo Pepe Mujica caía en una curiosa ostentación de pobreza cuando se dejaba rondar por la prensa internacional. Quizá a falta de grandes soluciones, los que le visitaban esperaban confirmar esa rara santidad que las izquierdas exigen a menudo a sus líderes. El que fue presidente de Uruguay los satisfacía con frases cortas, tenaces, verdades del barquero formidables. Presumía de su chacra con huerto bien humilde y sus leñeras con techo de chapa. Presumía de su vicio del mate y el cigarro y de su mala salud de hierro. De su Escarabajo del 87 y de su perro sin pedigrí. Y presumía de sus estudios completos en una universidad sin igual que fue el agujero inmundo en que los militares golpistas trataron de destruirlo durante más de una década de rehén secuestrado. Presumía de todo ello por contraste con los imbéciles que presumen de todo lo contrario, de todo lo pagado, del lujo de videoclip de cantante al uso. Era su manera de humillar a los rivales, no jugando a su juego, rompiendo las reglas del mundo moderno, gritando a quien quisiera oírle que quien más tiene es el que más teme perder.

No dejó de ser una ironía del tiempo que los días en que falleció este político fuera de serie, el presidente norteamericano Trump visitara a las dictaduras del golfo Pérsico para recaudar inversiones y manguerazos de dinero. La ironía final consistía en que a poca distancia el ejército israelí proseguía una miserable matanza de civiles gazatíes sin que el liderazgo moral de Estados Unidos se sintiera concernido mínimamente. Después de un discurso brutal contra la emigración musulmana en su país, con un intento de expulsiones que frenaron a duras penas las pocas leyes de decencia que aún se le resisten, daba gusto ver al presidente norteamericano tan feliz de ser mecido por el dinero árabe. La venta de armamento que ha firmado con ellos la ha posibilitado el absurdo Netanyahu, que ha perdido toda la credibilidad como socio moderador de la región. Ha hundido el prestigio internacional de su país y además ha permitido que se trafique con armas sin importar el destino futuro, demasiado incierto como para no ser preocupante. Incluso Donald Trump ha recibido como un mérito personal que los jeques le hagan entrega de un avión supercaro para que jubile de una vez el renqueante Air Force One. Se echó de menos el desvío hasta la Libia de Gadafi, donde no le hubieran faltado regalos pintorescos del lujo más sonado.

Hay mucha gente que todavía se pregunta cómo es posible que las sociedades formadas se inclinen en favor de personajes como Trump y arramblen al rincón a seres ejemplares como Mujica. La respuesta es bien fácil. La glorificación del dinero no podía conducirnos a una sociedad de otros valores que no fueran los bursátiles. La rendición de todos ante la potencia triunfadora del dinero coloca a cualquier disidente de ese consumismo enfermo y beato en el armario de las reliquias. Hoy se llevan los horteras, los prepotentes y los abusones. A Trump algún día las dictaduras árabes le cobrarán cada céntimo de sus regalos. No sé si se exiliará en Emiratos, pero es posible que en una cuestación involuntaria tengamos que pagarlo todos los ciudadanos que ahora miramos estas escenas como una especie de belén grosero. Incluso al más escéptico ante las ideas como panes de Mujica siempre le parecerá que el mundo merece la pena por ver la trayectoria de personas como él. Mucho más que por ver cómo el as de oros doblega a la débil condición humana.

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