Frente a las ‘islas de forasteros’, la prosperidad compartida
España es una excepción en la ola antiinmigración de los países desarrollados y eso explica su buen desempeño económico

Con su propuesta de esta semana, el primer ministro británico Keir Starmer ha sido el último en contagiarse de la peste antiinmigración que se extiende por los países de la OCDE. La amplia batería de medidas presentadas por su Gobierno incluye un endurecimiento de los estándares lingüísticos que se exigen a los trabajadores extranjeros que quieran establecerse en el Reino Unido. También duplica hasta 10 el número de años necesarios para obtener la residencia permanente y eleva hasta un nivel equivalente al grado universitario la capacitación mínima requerida para acceder a todos aquellos puestos de trabajo que no pertenezcan a una exigua lista de ocupaciones esenciales. Expresiones como la de la “isla de forasteros” han recordado a algunos el infame lenguaje del político nativista británico Enoch Powell y las medidas más radicales de los recientes gobiernos conservadores; pero la forma y el fondo de su discurso parecen más bien inspiradas por el recetario del presidente Donald Trump, quien también ve la inmigración como una amenaza para la economía nacional y ha convertido su control en una prioridad de todas las agencias federales.
Los laboristas harían bien en buscar referentes económicos fuera del nacionalpopulismo. Las deportaciones masivas son casi siempre inmorales y a veces ilegales, pero para EE UU están demostrando ser, además, un tiro en el pie desde el punto de vista financiero. El miedo a las redadas del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) ha mantenido a muchos trabajadores inmigrantes en casa, y ya son visibles los efectos negativos en sectores como la agroindustria, la construcción o la hostelería. Como ha destacado el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz, les guste o no a los votantes de Trump, la prosperidad estadounidense se basa en la mano de obra de quienes vienen de fuera. Cuando estos son expulsados o tienen demasiado miedo para salir a la calle, no trabajan ni consumen, y la economía se debilita. Algunas estimaciones predicen una reducción del PIB estadounidense de entre el 1,2% y el 7,4% para 2028, recordando los efectos de intervenciones similares en el pasado.
Para ser justos, no se trata de un dilema fácil. Sin el histrionismo violento de Donald Trump, muchos otros gobernantes se enfrentan a la necesidad de tomar decisiones que protejan a sus economías de los efectos del envejecimiento y de mercados de trabajo desabastecidos, mientras prometen aumentar el control de las fronteras, incrementar las deportaciones de inmigrantes sin papeles y trasladar a los solicitantes de asilo donde no puedan ser vistos.
¿Cómo salir de este atolladero? España puede ofrecer algunas respuestas. Nuestro país ha cultivado en los últimos años una narrativa de acogida hacia los migrantes que residen en España —incluidos los que están de forma irregular— en la que parecen coincidir gobernantes y ciudadanos. Investigaciones comparadas, como la realizada por ODI Global en 2021, muestran que la sociedad española mantiene actitudes más tolerantes hacia la inmigración que nuestros países vecinos, y que estas son respaldadas por el discurso político. La diferencia con otros casos es que España ha predicado con el ejemplo al flexibilizar su legislación para mejorar la integración social y laboral de los trabajadores extranjeros. Y lo ha hecho de forma completa. Tres rondas de reformas legales realizadas en los cuatro últimos años han permitido al Gobierno facilitar la integración en el mercado de menores inmigrantes no acompañados; ampliar masivamente los permisos de trabajo y residencia para extranjeros sin papeles a través de la regularización ordinaria; facilitar la reagrupación familiar; simplificar los procedimientos de visado para trabajadores y empresarios; reactivar herramientas existentes como el visado de búsqueda de empleo; o renovar el catálogo de ocupaciones para las que los empresarios están autorizados a contratar trabajadores extracomunitarios. Al mismo tiempo, y desde distintos ámbitos de la Administración, se ha acelerado el diseño de programas de migración laboral —la mayoría de ellos circulares o temporales—, con una perspectiva de desarrollo que busca optimizar el impacto en los países de origen.
El desempeño de España no es perfecto, ni mucho menos. Algunos de los cambios propuestos en el ámbito de la movilidad laboral aún no se han puesto en práctica o han tenido consecuencias indeseables, en parte debido a disfunciones de la Administración. La iniciativa legislativa popular para la regularización extraordinaria de migrantes irregulares, apoyada por más de 600.000 votantes, permanece embarrancada en el Parlamento. Lo que es más alarmante, organizaciones sociales e investigaciones periodísticas llevan años denunciando abusos de los derechos humanos en la frontera Sur, donde las políticas españolas son tan inmisericordes e ineficaces como las de sus vecinos de la UE.
A pesar de ello, el conjunto de las reformas sobre la movilidad laboral de los migrantes ha contribuido a que España sea la economía con mejores resultados del mundo en 2024. Cuando todos van en la dirección contraria, unas políticas comparativamente liberales pueden mostrar el camino hacia economías nacionales más fuertes y sociedades más acogedoras.
La ministra de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, Elma Saiz, puso números a este potencial: la inmigración permitiría aumentar la riqueza de España en 17.000 millones de euros (el 1,3% del PIB). Solo en 2024, la economía nacional creció un 3,2%, impulsada por el turismo (+7%), la agricultura (+7%) y la industria manufacturera (+3,9%), sectores cruciales donde los países de la UE han identificado necesidades laborales urgentes y donde los inmigrantes están bien representados. Al facilitar el proceso de regularización, el Gobierno también busca proteger contra la explotación a los trabajadores extranjeros, especialmente en sectores dominados por el empleo informal y expuestos a la delincuencia organizada.
La perspectiva cierta de un invierno demográfico es una razón de peso en la postura reformista de España. En el deteriorado contexto demográfico de la UE, la población nacional ha crecido a un ritmo del 4,2% en los últimos seis años. Según la Encuesta de Población Activa, 468.000 personas fueron incluidas en la Seguridad Social como nuevos trabajadores en 2024; de ellas, solo 59.000 eran españoles (autóctonos o nacionalizados). Las contribuciones de los nuevos trabajadores son esenciales para sostener el bienestar del país, un objetivo existencial si se tiene en cuenta que en los próximos 15 años se habrán jubilado siete millones de cotizantes. El envejecimiento de la población dispara los costes en pensiones, sanidad y dependencia, mientras castiga la productividad y el consumo. En un país que necesitará entre 250.000 y 300.000 nuevos trabajadores al año para sostener su Estado del bienestar, la posibilidad de regularizar a un millón de inmigrantes en tres años, como pretende la reforma del Gobierno, es una medida de puro sentido común.
Para ser claros, ni la migración es la panacea ni España podrá sortear las dificultades que plantea esta transición histórica. El acceso a la vivienda, la sostenibilidad de los servicios públicos o la convivencia armónica de los barrios seguirán siendo desafíos principales del Estado. El ciclo económico variará y la política migratoria exigirá adaptaciones. Pero, por ahora, buena parte de la sociedad española y de sus líderes han decidido tratar este asunto sobre la base del realismo político y de los derechos y responsabilidades comunes, antes que convertirlo en un enfrentamiento definido por el pasaporte. Reducir la histeria colectiva y aprovechar la contribución de los migrantes para resolver los problemas de todos —los que ya estaban y los recién llegados— es el modo más eficaz de escapar de la trampa política y narrativa que tan eficazmente ha tendido la ultraderecha. El Gobierno británico ya está atrapado, pero España aún tiene la oportunidad de ofrecer una alternativa en uno de los grandes debates de nuestro tiempo: frente a las “islas de forasteros”, la “prosperidad compartida”.
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