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Tribuna
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Queremos volver a España

Los que emigramos y ahora regresamos no reclamamos privilegios, sino el reconocimiento de un mérito adquirido con esfuerzo

Aula de la Facultad de Informática de la Universidad Politécnica de Cataluña, en Barcelona.
Marina Perezagua

Cientos de miles de españoles residimos fuera del país. Muchos queremos regresar. Pero reintegrarse en España tras años de formación y experiencia en el extranjero puede ser mucho más arduo de lo que cualquier persona sensata alcanzaría a imaginar.

Hace unos meses escribí en este mismo periódico sobre la ilusión de regresar a España tras casi veinticinco años en Nueva York. Decidí mudarme con mi hija a un pueblo de Málaga. Hoy, a pocas semanas de afrontar una mudanza colosal, escribo desde una pregunta que me inquieta: ¿he tomado la decisión correcta?

Durante el último año he buscado empleo como docente en España. He dedicado incontables horas a preparar y enviar candidaturas, todas cuidadosamente adaptadas a los perfiles y valores de cada institución. Muchas requieren cartas de recomendación, lo que implica que también otras personas han invertido su tiempo en ayudarme. Mi currículum incluye dos licenciaturas, tres másteres, un doctorado, más de veinte años de experiencia como profesora, publicaciones académicas, nueve libros publicados, artículos en prensa y dominio de cuatro idiomas. A día de hoy no he recibido ni una sola oferta. No es que no haya superado entrevistas: es que ni siquiera me han llamado.

Lejos de ser una excepción, mi caso se ajusta a la norma. Según la OCDE, España ocupa el segundo lugar en Europa en cuanto a temporalidad docente (34%). En Andalucía la situación es aún más grave: casi la mitad de los contratos son de sustituciones o interinidades sin plaza. El Global Talent Competitiveness Index sitúa a España en el puesto 20 de 29 en Europa, por detrás de países como la República Checa, Portugal y Eslovenia. España solo supera a Bosnia-Herzegovina, Serbia y Bulgaria. La fuga de profesionales cualificados sigue siendo una de las grandes fracturas del país: de acuerdo con el Consejo Económico y Social, el 30% de los jóvenes altamente cualificados que emigran no contempla regresar. Según el INE, más de tres millones de españoles viven fuera; el número de emigrados ha crecido un 56% en la última década, mientras que los retornos apenas superan las 70.000 personas.

En el ámbito universitario el panorama es especialmente desalentador. La ANECA, organismo encargado de acreditar al profesorado universitario, representa un absurdo laberinto burocrático. Su funcionamiento parece diseñado —y tal vez lo esté— para dificultar el retorno de quienes hemos desarrollado parte de nuestra carrera fuera. Quienes regresan con doctorados y trayectorias internacionales altamente cualificadas se enfrentan a procesos lentos, rígidos y poco transparentes. Entre 2019 y 2022, solo el 34% de las solicitudes de acreditación para figuras como Ayudante Doctor o Titular fueron resueltas favorablemente, según el Ministerio de Universidades. Numerosos aspirantes denuncian criterios opacos que, lejos de facilitar la reintegración del talento, lo paralizan durante años o directamente lo expulsan.

Muchos compatriotas en mi situación compartimos experiencias y apoyos. Es una red invisible, tejida con decepciones compartidas, pero también con una convicción obstinada: no reclamamos privilegios, sino el reconocimiento de un mérito adquirido con esfuerzo, un sistema de evaluación justo, riguroso y transparente. Queremos contribuir, formar parte activa del tejido profesional del país. Lo que está en juego no es solo la trayectoria individual de quienes regresamos, sino la capacidad de España para reconocer como propios a quienes, habiendo vivido fuera, nunca dejaron de pertenecer. Una sociedad que integra el talento que retorna no solo repara una deuda simbólica, sino que se fortalece: se hace más diversa, más competitiva, más justa.

Pero volver también implica una renuncia. Y esa renuncia duele. Después de años en el extranjero, uno pertenece también al país que lo acogió. Volver es ya, de por sí, un desgarro: amistades que se quedan lejos, una lengua que se ha vuelto propia, paisajes, amores, hábitos. Hijos nacidos en otra tierra. Volver cuesta. Y, sin embargo, lo hacemos.

Para quienes queremos volver, el retorno es una prueba de resistencia emocional, de desgaste. Pero también puede ser —y así quiero pensarlo— un acto de amor. Amor hacia la cercanía de nuestros hijos con la familia, hacia nuestras raíces, hacia un país que sentimos y que es nuestro, aunque la burocracia o el mercado laboral parezcan empeñados en desmentirlo. Volver es una apuesta por el reencuentro, por una forma de vivir más coherente con aquello que sabemos: que el tiempo importa, que la cercanía importa, que los afectos son una forma de riqueza esencial. Me enfrento a un dilema: la paz que busco para mi hija se asienta sobre un suelo económico que se me podría presentar muy frágil.

España nos empujó a marcharnos cuando, hace años, no supo ofrecernos salidas laborales. Nos formamos en universidades extranjeras que financiaron nuestros estudios mediante becas que obtuvimos a base de esfuerzo, mérito y, muchas veces, soledad. Aquella formación, de alto nivel, no le costó nada al Estado español. Hoy, más de dos décadas después, me encuentro con un panorama sorprendentemente similar, pese a los miles de millones que la Unión Europea ha destinado al desarrollo del país.

Tenemos mucho que ofrecer. Queremos hacerlo con pasión. Porque la cuna donde nos mecieron no es solo un rincón en la casa de la infancia. Es una promesa íntima de pertenencia. Una promesa que, a pesar de todo, deseamos cumplir. Somos muchos. Nos tuvimos que ir. Ahora queremos volver a una tierra que no nos vuelva a expulsar.

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