No tengáis miedo
Las primeras palabras de León XIV contienen un mensaje revolucionario en medio de tantas amenazas


Todos hemos sentido miedo alguna vez. De ahí que inducir temor sea una de las herramientas políticas más antiguas que existen. Los tiranos y los manipuladores administran el terror con la precisión de un químico malvado, porque el miedo nos somete y altera nuestra conducta y nuestra conciencia. Es una de esas fuerzas invisibles que rigen el mundo, y la expectativa de males futuros es una de las fuentes principales de infelicidad. Por eso Spinoza advirtió que el miedo es, entre otras muchas cosas, una suerte de tristeza. Y es posible que, por el mismo motivo, Hobbes insistiera en situarlo en el centro de su filosofía política. El miedo siempre funciona, aunque sea para mal.
Pocas cosas serían más liberadoras para un ser humano que renunciar a los miedos injustificados. El temor paradigmático —ese del que se nutren todos los terrores parciales— es siempre el miedo a la muerte. Tanto es así que el timor mortis es una constante en la historia de la cultura. A fin de cuentas, temer a la muerte, sobre todo a la muerte violenta, es una forma un tanto excéntrica, pero natural, de expresar nuestro amor por la vida. En casi todas las lenguas, cuando saludamos, incluso a través del gesto, se suele invocar de alguna manera la paz.
En su primera frase como papa, León XIV nombró la paz y, al poco, verbalizó una cláusula que pareció menor y a la que apenas se ha prestado atención. Debemos seguir adelante —dijo—, pero debemos hacerlo sin miedo. En un discurso tan medido no existen casualidades, y el saludo de Prevost fue algo más, aunque en ningún caso menos, que una exhortación pacifista o bienintencionada.
La valentía, para el cristianismo, es un extraño imperativo liberador. Son muchas las veces en las que, desde la Anunciación hasta la Resurrección, se advierte de forma rotunda y clara esa renuncia al miedo, impugnando los restos de la antigua sabiduría trágica que insistía en la condición terrible y dolorosa del conocimiento. La fórmula es insólita, pues el miedo nunca atiende a la razón ni a las palabras. Pero, más allá del valor que un creyente le conceda al Papa, se hizo casi extravagante por su novedad escuchar a un líder mundial proscribir el miedo.
Hagan memoria y revisen cuántas personas de las que deciden nuestro futuro —desde un superior en el trabajo hasta un político de alto rango— se distinguen por ser vulgares inductores del pánico. Solo por eso, en medio de este ruido de amenazas, resulta revolucionario escuchar a quien prolonga aquel antiguo imperativo: no tengáis miedo.
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