León XIV frente al nuevo Atila
El resultado del cónclave muestra una fineza que, si no es divina, casi lo parece, probablemente porque viene de la única institución de Occidente que cuenta la historia por miles de años


En el Salón de Heliodoro del palacio apostólico del Vaticano, brilla un fresco que ilumina los pasos terrenales de los papas desde el Renacimiento. Lo pintó Rafael y lleva el título de El encuentro de León Magno con Atila. Refleja el momento en que el primero de los leones papales del catolicismo paró los pies al mismísimo Atila cuando se dirigía a Roma para conquistarla. Fue en el 452 y León I abandonó la seguridad de las murallas romanas para salir al paso de quien se vanagloriaba de que no volvía a crecer la hierba donde pisaba su caballo.
Sin más ejército que el valor de su palabra, el papa consiguió que Atila desistiera de conquistar Roma. Un momento de la historia que Rafael inmortalizó para que los papas recuerden que su autoridad intemporal puede moderar el poder temporal si se hace respetar siendo virtuosa. León Magno lo demostró. Venció a Atila como un pequeño David que abatió con valentía a Goliat con la honda de su ejemplo.
Quizá León XIV cuando cruzó el pasado jueves el palacio apostólico para comparecer urbi et orbi en el archiconocido balcón de la Logia de las Bendiciones, se detuvo unos instantes delante del fresco de Rafael que mencionamos. Si lo hizo, es fácil imaginarlo viéndose a si mismo como el nuevo León de los católicos. La voz espiritual que necesita la humanidad para frenar la crueldad del Atila que habita la Casa Blanca. Pensara en ello o no, cuando habló después de pasar delante del fresco de Rafael que mencionamos, lo primero que dijo a la humanidad que lo escuchaba fue que no tuviese miedo para seguir avanzando en el legado del papa Francisco. Un legado de amor y desde el que pueda conseguirse entre todos “una paz desarmada y desarmante” que reconstruya los puentes rotos que dividen al mundo.
No se me ocurre mejor reflexión para impugnar de raíz la narrativa basada en el miedo y en el odio que ha llevado al Despacho Oval a Donald Trump. Y, con él, a todos los líderes del planeta que, desde Moscú a Pekín, pasando por Caracas o Tel Aviv, replican el deseo de ejercer el poder como lo hace el presidente estadounidense. Esto es, con toda la desmesura que puede dar de sí la inhumana personalidad de la que hacen gala.
Si el Espíritu Santo sobrevoló la Capilla Sixtina y eligió papa a un estadounidense, cuando otro agita el mundo con su poder imperial, es lo de menos. El resultado muestra una fineza que casi parece divina. Probablemente porque era mucha la sabiduría humana que encerraba el Cónclave que designó a León XIV. Tanta como acumula la única institución de Occidente que cuenta su historia por miles de años. Quizá por eso vuelve a ser su capital de pleno derecho. Algo que parece dispuesto a reclamar un agustino bautizado con un nombre papal que destierra el miedo de su imagen. Ese león que simbolizó al partido de los güelfos cuando, en la convulsa Edad Media, combatió junto a los papas para que prevalecieran frente a los emperadores. Hoy una nueva geopolítica de las almas puede compensar la que imponen las tierras raras. Quizá por ello, además, de mapas, historia y filosofía, necesitemos el acompañante silencioso de la teología.
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