A cuatro cañas del caos
Los servicios de inteligencia advierten de que 48 horas es el límite que separa el orden de la anarquía

Del fin del mundo a las cañas al sol, el cuadro del lunes retrata una amalgama de ansiedades, incertidumbres y gozos que define a la sociedad del siglo XXI, tan hiperdependiente de la tecnología como paradójicamente angustiada y aliviada, al mismo tiempo, al verse privada de ella. El apagón del lunes fue un evento improbable, de esos que dicen que nunca pasarán, hasta que pasan. Y lo más inquietante —y a la vez lo más tranquilizador— es que podría haber sido mucho peor.
Estamos a cuatro comidas del caos. Como advierten los servicios de inteligencia, ese límite: 48 horas es el margen que separa la normalidad de la anarquía. Podemos tolerar incomodidades, pérdidas de conexión o apagones puntuales, pero si el acceso a alimentos, medicinas o agua está en juego, la prioridad inmediata es sobrevivir. Si la emergencia es breve, podemos permitirnos tomar unas cañas al sol y disfrutar del paréntesis forzoso. Pero si la incertidumbre persiste, la transición es rápida: pasamos de las cuatro cañas a las cuatro comidas de descontrol.
El apagón del lunes duró menos de 24 horas, pero sirvió como un ensayo general de lo que podría ser un colapso digital total. Un incidente con algunos precedentes, como el “apagón europeo de 2006″, que desconectó a millones de personas en Alemania y en Francia, y a cientos de miles en Bélgica, Países Bajos, Italia y España.
El fallo eléctrico de esta semana no solo dejó a millones de personas sin luz, incomunicadas, sin acceso a servicios básicos y sumidas en la incertidumbre: también expuso nuestra vulnerabilidad como sociedad hiperconectada. Las voces de alarma llevan años sonando, llamando la atención sobre los riesgos de la dependencia tecnológica, y contemplando escenarios como el ocurrido.
Advertencias no han faltado: apagones, eléctricos o de internet, que noquean los cimientos de la vida moderna, con cortes de luz, de agua, de comunicaciones, de transporte y movimientos y de acceso a alimentos; con supermercados cerrados o a medio gas, cajeros apagados, servicios críticos inaccesibles, servicios básicos interrumpidos, problemas de abastecimiento reales y perceptivos, cortes de tráfico y atascos, cierre de oficinas y fábricas, paralización cadenas de suministro…
El efecto dominó es tal que ni siquiera se sabe con certeza su alcance. Es un círculo vicioso de interdependencias, con consecuencias en cascada. Nuestro sistema de organización funciona como un reloj suizo. Cada componente de la sociedad ejecuta un trabajo determinado. Si uno de ellos se viene abajo, tenemos serios problemas. Si lo que se viene abajo es la electricidad o internet, tenemos un fallo multiorgánico.
Cuanto más tiempo esté un servicio sin funcionar, más tardará este en regenerarse. Aún desconocemos la magnitud real del apagón, las vidas que ha costado, el número de accidentes de tráfico, industriales y de otros tipos, su impacto financiero… Pero está claro que podría haber sido peor, tanto en términos económicos como humanos.
El factor tiempo es la causa más obvia de empeoramiento, con apagones eléctricos cuyos plazos de recuperación pueden alcanzar semanas. De hecho, la empresa eléctrica portuguesa REN aseguró que la vuelta a la normalidad podría tardar hasta una semana (aunque poco después informaba de que el servicio estaba 100% repuesto en Portugal). El momento del día también es importante: sucedió a plena luz, y con buen tiempo. De noche, sin embargo, aumentan la criminalidad y los saqueos, como vimos en la Dana.
¿Y si además de la electricidad hubiéramos perdido acceso total a internet? Esto habría supuesto una incomunicación casi absoluta: sin mensajería instantánea, con las líneas telefónicas saturadas, sin acceso a la información (salvo por medios analógicos y con grandes dificultades, debido también a los problemas operativos en los propios medios de comunicación) y, por supuesto, la imposibilidad de teletrabajar para quienes esa fuera la única opción. Además, millones de transacciones y procesos quedarían interrumpidos, en una larga lista de consecuencias, ya que hoy prácticamente todo está conectado.
Existen además escenarios de ciberataque que complicarían gravemente la recuperación. De hecho, no se descarta la posibilidad de un ataque ciberterrorista. No sería algo inédito: Rusia ya llevó a cabo acciones de este tipo en Ucrania en 2015 y 2016, y en 2017 estuvo cerca de hacerlo en Estados Unidos, entre otros casos conocidos.
Poniéndonos en lo peor, los escenarios más extremos incluyen ataques de pulso electromagnético (EMP) o el impacto de una fuerte tormenta solar. Un EMP es un tipo de explosión nuclear que podría dejar a uno o varios países en la oscuridad absoluta, y con daños duraderos. Por otro lado, una gran tormenta solar reduce drásticamente la fuerza del campo magnético de la Tierra, inutilizando redes eléctricas y provocando interrupciones en las comunicaciones y en los sistemas de navegación GPS.
A lo largo de la historia se han registrado varios eventos de este tipo. El más conocido es el evento Carrington (1859). El ciclo solar en el que nos encontramos actualmente tiene el potencial de ser uno de los más intensos registrados, lo que aumenta la probabilidad de que se produzca una tormenta solar a gran magnitud en esta década.
El apagón podría haber sido más duro, aunque eso no minimiza el mal trago que muchas personas vivieron ayer, con consecuencias aún latentes. Podría haber sido peor, pero también mejor. A pesar de las alertas sobre la fragilidad del sistema y nuestras crecientes dependencias, no estamos haciendo lo suficiente para prepararnos ante este tipo de eventos.
¿Qué se puede hacer? Contar con equipos de respaldo analógicos, independientes de la red eléctrica y de internet. Disponer de sistemas duplicados o redundantes que puedan funcionar de forma alternativa si el fallo no es integral. Establecer planes de contingencia con protocolos claros y detallados para operar sin conexión: quién hace qué, cómo, cuándo, dónde, por qué y para qué, contemplando la mayor cantidad posible de imprevistos.
En el ámbito de ciberseguridad, aplicar una batería básica de medidas: autenticación de doble factor para verificar credenciales, segmentación de redes; uso de antivirus, cortafuegos y copias de seguridad (junto con planes de reacción y mitigación en caso de ataque); contraseñas complejas y actualizadas, precauciones al conectarse a wifis públicas, sistemas seguros de correo y mensajería, activación de opciones de privacidad y conocimiento actualizado de los ciberataques más comunes.
Estas prácticas son fundamentales tanto para organizaciones como para la ciudadanía en general. Además, la Unión Europea ha recomendado que cada hogar disponga de un kit de supervivencia para crisis “desastrosas” como la de esta semana, que incluya agua embotellada, conservas, linternas, efectivo y elementos de higiene, entre otros productos.
Yendo más allá, el filósofo y científico Daniel Dennett propuso ya hace años la creación de “botes salvavidas” o “absorbedores de pánico” locales: espacios comunitarios que pudieran acoger hasta unas 1.000 personas en situaciones de emergencia, situados en bibliotecas, centros cívicos o iglesias (más fácilmente reconocibles, también para quienes no son locales).
Estos botes salvavidas servirían para canalizar la ola solidaria que normalmente emerge en situaciones como la vivida el lunes. Una respuesta ciudadana ejemplar. Sin embargo, la solidaridad puede flaquear cuando la supervivencia personal entra en juego. Por eso no basta con confiar en la buena voluntad: es imprescindible fortalecer el tejido social y fomentar una cultura de ayuda mutua que se mantenga incluso en las peores circunstancias. Mejor a cuatro cañas, que a cuatro comidas del caos.
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