La lección del partisano ‘Bisagno’
El recuerdo de historias de altura moral y política del antifascismo italiano ofrece elementos de reflexión de cara a la reunión del PPE en Valencia, y más allá


El presidente de la República italiana, Sergio Mattarella, acudió ayer a la región de Liguria para las celebraciones del 25 de abril, el día de la liberación de Italia de la opresión fascista y la ocupación nazista. Mattarella recordó en su discurso la figura del partisano ‘Bisagno’ -Aldo Gastaldi-, medalla de oro al valor militar, comandante de la división Garibaldi-Cichero. Bisagno era apartidista y profundamente católico. Las Garibaldi eran unidades antifascistas de área comunista. Pero en la Cichero militaron figuras de distintas ideas, bajo un inspirador código moral que Mattarella subrayó en su intervención. Sus normas preveían que el líder fuera elegido por los compañeros, que fuera el primero en los ataques peligrosos, el último en recibir comida y ropa, y aquel que se hacía cargo del turno de guardia más gravoso. En la Cichero estaba tajantemente prohibido molestar a las mujeres; a los campesinos se pedía -no requisaba- comida, y esta se pagaba o compensaba siempre que fuera posible. Se celebraban asambleas para discutir libremente las decisiones tomadas por los jefes.
A Mattarella, democristiano, no le entraron dudas a la hora de celebrar una división habitualmente asociada en el pensamiento colectivo al comunismo; y no le tembló el pulso en recordar las raíces antifascistas de la República, hoy gobernada por la líder de un partido que tiene raíces en el fascismo y que, aunque no sea fascista, no se ha alejado todavía de forma completa de todo aquello. A Meloni se le siguen atragantando las palabras resistencia y antifascismo.
La posición de Mattarella y las gestas del católico Bisagno son un punto de partida interesante para reflexionar sobre la reunión del Partido Popular Europeo prevista en Valencia la semana que viene. La familia democristiana ha sido una fuerza esencial en la construcción europea, con figuras fundamentales como Adenauer o De Gasperi. Hoy, navega en una suerte de indefinición del alma que tiene su plasmación más elocuente en el dilema sobre cómo tratar el ascenso de la ultraderecha. Una parte de la familia mantiene una sana distancia. Otra aboga por -o ya practica- la colaboración con la misma (acercándose además a sus posiciones ideológicas).
La cuestión es a la vez compleja e importantísima. De entrada, hay que razonar sobre la ultraderecha. Es una internacional nacionalista que comparte objetivos y retóricas, pero en la cual no todos son iguales. Quien lo niega u oculta retuerce la realidad. Hasta qué punto pueda en sus distintas encarnaciones considerarse una forma de neofascismo es un debate abierto. Recurren algunas de las condiciones del fascismo eterno que teorizaba Eco. Importantes estudiosos como Emilio Gentile creen sin embargo que recurrir a ese concepto -en el cual, por ejemplo, la violencia como herramienta de acción política era un elemento fundamental- es impreciso y desorientador.
Pero, al margen de catalogaciones, lo que importa es que varias de estas formaciones son una amenaza para la democracia y los derechos humanos. Y el asalto a los valores fundamentales exige una respuesta unitaria de resistencia. Esto pone de manera inevitable especialmente el foco sobre los democristianos, aquellos que están situados en posición de abrir o cerrar el paso a los ultras. Reconforta que la CDU de Merz haya no solo mantenido el cordón, sino además trabajado de forma muy constructiva con el SPD para construir un gobierno de coalición, sin hiperexigencias o calculillos en cuanto partido más votado. Reconforta también que el antaño atlantista Merz haya enseguida hablado de la necesidad de una independencia -no ya autonomía- europea. Desalienta, en cambio, terriblemente, el PP español, alegremente aliado de una de las ultraderechas más cavernosas y trumpistas de Europa. La tierra en la que se celebrará la reunión popular es ejemplo candente. La yuxtaposición del código moral del partisano Bisagno y el del líder valenciano es terrible. No fue ni el primero en la operación, ni el último en comer. Ahí sigue, criticando a los demás y aliado con los ultras, con el permiso de su jefe.
También desalienta, a escala europea, ver cómo hay sectores de los populares de la UE que juguetean con convertirse en un Jano bifrente, que lidera la coalición europeísta tradicional, pero dispuesto a mirar hacia su derecha para una mayoría alternativa. El área verde o una mal entendida reducción de la burocracia -buena si hecha con bisturí, nefasta si interpretada como desregulación- son terrenos privilegiados para ello.
Ahora, la hipocresía de cierta izquierda que clama contra el fascismo y reclama que los democristianos se suiciden para pararlo sin asumir ella su cuota de responsabilidad y sacrificio, una que permita una geometría de gobierno en la que los populares puedan seguir teniendo opciones sin dar espacio a los ultras, es también notable.
El fascismo violento hubo que repelerlo, juntos, con las armas, como la Garibaldi-Cichero y el conjunto de la resistencia, en la cooperaron fuerzas democristianas, comunistas, liberales y de otra índole. La amenaza ultraderechista a democracia y derechos humanos es otro desafío existencial, que no requiere fusiles, pero sí unión y altura moral, como la de esas brigadas, como la que nos indica Mattarella, la que encarnó el partisano Bisagno -para el cual, por cierto, la Iglesia de Génova ha impulsado el proceso de beatificación-. Hay capitanes a lo Schettino, y los hay a lo Bisagno. A nadie se le puede pedir ser un héroe. Todos podemos acercarnos un paso al ejemplo del segundo y alejarnos uno de la mezquindad del primero. A veces requiere criticar a los nuestros o alabar a otros.
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