Mi madre y el humor negro
No he sido nunca de hablar con mi progenitora en voz alta. Desde que murió opino que de según qué preguntas es mejor escapar con la risa que con el fatalismo.


El otro día, en el móvil saltó una foto mía de hace unos años, tampoco tantos, y no me reconocí. Era yo, claro, pero lo que yo vi al mirarme fue la cara de mi madre, sorprendido de parecerme tanto a estas alturas. En la confusión, que fue fugaz, tuve tiempo de que se me removiera algo que no sabría explicar con palabras. El diccionario habla de orfandad, aunque eso sería como señalar las cosas con los dedos: nombrarlas sin explicarlas. Me quedé sin palabras, porque eso que se me fue a remover en las tripas no ha existido jamás.
Mi madre murió hace unos años, muchos más de los que tiene la foto. Siempre me han dicho lo que se suele decir: que me parezco a ella y que tengo su cara y sus rasgos, y no es que lo niegue, pero trato de vivir ajeno a los juicios de los demás. Al cabo, a todos nos sacan parecidos con nuestros padres, de los que huimos hasta que la vida da la vuelta y te ves a ti mismo buscando las semejanzas. Quizá madurar sea eso. No he sido nunca de hablar con mi madre en voz alta, como hace mucha gente con los difuntos o con las fotos de los difuntos, y, en verdad, me sorprende que me haya dado por escribir esta columna si nunca he escrito de esto, que es ella. Lo que sí hice en su muerte, y sigo haciendo, fue agarrarme al humor negro, porque descubrí, al contrario de lo que podría pensarse, que era una forma de recordar con respeto y, más que eso, un mecanismo para asumir lo que todavía no entiendo: por qué una madre puede morir tan joven. A algunos les parece de mal gusto y, en cambio, de según qué preguntas es mejor escapar con la risa que con el fatalismo.
Esas bromas, que a veces son terapéuticas, suponen mi manera de recordarla. La manera cómplice de llevarla incorporada a mi conversación, de tenerla a mano sin solemnidades. De contarle a los demás que la tuve y que me falta, y que por eso no encuentro las palabras para explicar el temblor que noté cuando creí verla en mis propios ojos, porque eso que se agitó en la boca de mi estómago eran los años que he pasado sin ella. Y los vacíos son imposibles de describir, o a mí me lo parecen. Qué ironía, que me fuera a poner tan serio en ese instante fugaz en el que vi a mi madre en una foto que no era suya y que, sin embargo, no creo que nunca deje de serlo. Ahora entiendo entonces por qué sonrío al mirarme.
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