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Columna
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El activismo y la desilusión de Manuela Carmena

Creía que los activistas serían buenos políticos y descubrió que eran los peores

Manuela Carmena, el 14 de marzo en la cocina de su casa en Madrid.
Sergio del Molino

Desilusión es la palabra que escoge Manuela Carmena al analizar las actitudes de quienes la colocaron de candidata, y luego, con ayuda de los votantes, de alcaldesa de Madrid. Desilusión es una palabra bonita y en declive, porque lo propio de estos tiempos es la decepción, que no solo es un término mucho más áspero y violento, sino que coloca el peso de la culpa en el otro. La desilusión, en cambio, es personal: se pierde algo propio, la ilusión. Se deja, por ello, de ser un iluso. Y así se pintaba en la entrevista que concedió a Berna González Harbour a propósito de sus memorias políticas, como una ilusa rodeada de gente decepcionada.

Creía Carmena que los activistas serían buenos políticos y descubrió que eran los peores. Quién iba a sospechar que personalidades inflexibles, combativas y despreciativas de opiniones contrarias a las suyas iban a resultar políticos tan inflexibles, combativos y despreciativos de opiniones contrarias a las suyas. No sé qué milagro alquímico convertiría a un apóstol en un negociador posibilista y forjador de pactos. Tal vez se engañó por el espíritu de aquella desilusionada y decepcionante Transición, donde esos milagros eran cotidianos, pero incluso en 2015 parecía claro que la nueva política no venía a tender puentes, sino a cavar trincheras, y en ellas seguimos, cada vez más enlodados.

Bien es cierto que parte de aquellos activismos lo eran de sofá y teléfono, con acciones políticas que no salían de Twitter. No es que no hubiera que echarse al monte con fusiles; es que ni siquiera había que sostener pancartas en la calle. Era un compromiso cómodo, con un coste personal mínimo y promesas plausibles de poder y prestigio. Quizá por eso se apuntaron tantos que ahora están desaparecidos, entre el desconcierto y el silencio.

Asaltaron los cielos estucados de los ayuntamientos y los ministerios para llenarlos de bronca estéril, y ahora que los monstruos se han vuelto verdaderos y los fachas ya no son cualquiera que manifieste un desacuerdo, sino ultras altaneros, agresivos y poderosos; ahora que el fascismo se despereza sin disfraces, con las garras extendidas y las fauces abiertas, no están por ningún sitio. O peor: están en el negacionismo, facilitando la tarea de los demoledores. Ahora que Europa se enfrenta a una crisis existencial evidente, los pocos que quedan rescatan de la carpeta de segundo de BUP unas pegatinas de “No a la OTAN” que enseñan como escudos contra una realidad tan terca como ellos. Decepción no es lo que inspiran. Tampoco desilusión. Como mucho, un poco de misericordia en los casos evidentes de bonhomía. En los obstinados y furiosos, una pereza cósmica.

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Sobre la firma

Sergio del Molino
Es autor de los ensayos La España vacía y Contra la España vacía. Ha ganado los premios Ojo Crítico y Tigre Juan por La hora violeta (2013) y el Espasa por Lugares fuera de sitio (2018). Entre sus novelas destacan Un tal González (2022), La piel (2020) o Lo que a nadie le importa (2014). Su último libro es Los alemanes (Premio Alfaguara 2024).
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