Una guerra contra la infancia
El tiempo que se pierde en debates estériles que en el futuro avergonzarán a Europa se traduce en pérdida de vidas humanas, en niños que quedan huérfanos y traumatizados de por vida


Fue durante un paseo meditabundo cuando a la británica Eglantyne Jebb se le ocurrió una idea revolucionaria que había ido madurando desde la Primera Guerra y que cambiaría por completo la concepción que tenemos de la infancia. De pronto, a Eglantyne, que ya había sido juzgada en 1919 por difundir fotos de la devastación que el bloqueo británico había causado en los niños austriacos, se le ocurrió que la consideración que se tenía de la infancia debía cambiar y convertir a los niños no solo en objeto de protección, sino en sujetos de pleno derecho, merecedores de un bienestar que les permitiera desarrollar una vida plena. Consideró además que estos derechos debían tener carácter universal y eso fue lo verdaderamente extraordinario: para esta valerosa activista, un niño o una niña jamás deberían considerarse enemigos, aunque sean hijos de quien sí lo es. De aquella poderosa idea de la señora Jebb nació en 1924 la Declaración de Ginebra, el primer texto histórico que reconoce los derechos específicos de los niños y las niñas y la obligación de los adultos de cumplirlos a un nivel internacional.
Este recordatorio de la que fuera fundadora de Save the Children puede parecer obvio, ¿verdad? ¿Quién se atrevería a mostrarse en contra de los 54 artículos que conforman la Convención sobre los Derechos del Niño? Suenan tan hermosos y justos al leerlos que nadie sería tan rastrero como para corregirlos o para afirmar que no todas las criaturas inocentes merecen vivir en paz. ¿Cree usted que los hijos de sus enemigos no merecen vivir?, sería la pregunta. La respuesta es que una vez y otra aquellas ideas de Eglantyne Jebb vuelven a cobrar una sórdida vigencia porque a diario se pisotean las vidas infantiles. A diario, desde el 7 de octubre, mueren tantas criaturas en Gaza que ya superan la cifra anual de niños y niñas asesinados en zonas de conflicto desde 2019. A diario, la Unión Europea se encoge de hombros y, por no atreverse a frenar esta masacre contra la infancia, ni se atreve a considerar un alto el fuego y sugiere pausas humanitarias. En estos momentos, una pausa humanitaria precisaría al menos de dos semanas para ser mínimamente efectiva. A diario, el tiempo que se pierde en debates estériles que avergonzarán a Europa en un futuro se traduce en pérdida de vidas humanas, en niños que quedan huérfanos, en chiquillos muertos de miedo que quedarán traumatizados de por vida. A diario se les opera sin anestesia, a diario sobreviven bajo el riesgo de contraer cólera, disentería o a morir de hambre. A diario, se desplazan a pie a un lugar que creen seguro huyendo de una muerte que les pisa los talones. A diario, las madres escriben en el brazo de los niños sus nombres para reconocerlos si estos son sepultados por los escombros. A diario, las organizaciones humanitarias han de recordar, para disipar una y otra vez cualquier duda, que también condenan el terrorismo de Hamás, pero que ahora se trata de frenar un asedio que parece estar maquinado contra la infancia, ya que esta representa más del 40% de los muertos, un porcentaje monstruoso de Gaza al que hay que sumar también los muertos en Cisjordania, y al que también habría que añadir el miedo con que esos niños han de acudir ahora (y antes) a la escuela por ser pasto de maltrato por parte del ejército israelí o de los colonos.
Cada día, la comunidad internacional tacha con su inacción uno de los cinco puntos básicos que aquella mujer valiente que fue Eglantyne Jebb redactó tras observar que hay algo tan primitivo y tribal en las guerras que hace brotar en quienes maquinan la estrategia un desprecio hacia el dolor de los otros, una inquina hacia los hijos que no son propios, que renueva, con aterradora insistencia, el episodio bíblico de la matanza de los inocentes. No hay perdón para quien ve matar a un niño y no se interpone ante semejante aberración.
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