Hombres duros
Me tendí al lado de mi padre. Le toqué la cara. Fue una cercanía extraña. Jamás lo había tocado así y supe que no volvería a hacerlo


Hace un tiempo, salí a correr por las afueras de mi ciudad natal. El cielo estaba irradiado como una caja de luz o un témpano iridiscente. Doblé por la calle Aconcagua buscando la calle Lartigau. El campo de golf parecía el lomo de una bestia brillante brotando desde la tierra, buscando la superficie con paciencia zen. Las hojas de los plátanos cubiertas de polvo se agitaban como papeles frágiles. La tierra formaba remolinos benignos sobre las crines de los caballos. Los ladrillos gastados de las casas humildes emanaban un perfume imaginario, a invierno y carbón, a pieles frías, a fuentones de zinc. Había nubes de insectos, libélulas duras, moscas transparentes. Olas invisibles movían las copas de los árboles. Todo rodaba sobre mí. Yo no estaba en ninguna parte. Corrí hasta que en las venas ya no tuve sangre, sino agua y música. Cuando se cumplió mi tiempo, me detuve. Pensé en todos esos días que había pasado en la pampa. “Estamos bien, estamos vivos”, me dije. Después, ese verano azul y yo nos despedimos sin violencia. Nos habíamos dado mucho y era momento de dejarlo atrás. Esa noche cenábamos en casa de mi padre cuando, minutos antes de las doce, él tuvo eso que llaman “un accidente doméstico”. Creo que me puse de pie y dije, como si diera una orden: “No”. O eso fue lo que me contaron otros: mi hermano, el hombre con quien vivo. Hubo llamadas telefónicas. Llegaron médicos. Revisaron, impartieron tranquilidad: “Descanse, no pasó nada”. Cuando se fueron, acompañé a mi padre al cuarto. Me tendí a su lado. Le toqué la cara. Fue una cercanía extraña. Jamás lo había tocado así y supe que no volvería a hacerlo. Nos dijimos cosas. Cuando me iba, me miró conmocionado ―él, que no tiene dulzura―, y susurró: “Hija querida: seamos hombres. No dejes que nadie te vea así”. De modo que fui ese hombre. De modo que nadie me vio.
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