Científica
La superstición proporciona fetiches y esperanzas más asequibles que la ciencia; las supersticiones se multiplican exponencialmente gracias a las redes y al impacto demagógico de colocar los discursos en la misma escala jerárquica

Ahora que padecemos un repunte pandémico y Rafael Reig acaba de publicar una preciosa novela, El río de cenizas, en la que los humildes gorriones transmiten a través de los oídos una enfermedad mortal de la que podemos salvarnos usando tapones; ahora que sabemos que las vacunas contra el coronavirus han evitado la muerte de 20 millones de personas durante el primer año, ahora, leemos la entrevista a Katalin Karikó, investigadora de la molécula ARN, cuya tecnología hizo posible el desarrollo de las vacunas de Moderna y Pfizer, y se nos ponen los pelos de punta: “Me han dicho que me quieren colgar, que he hecho que su vida sea miserable y que hay millones de personas sufriendo por los efectos secundarios de las vacunas”. Seres nimbados de luz y ciencia infusa, armados con estadísticas legendarias, describen horrendas mutaciones del ADN e inserción de microchips en nuestros blandísimos cerebros. Me viene a la cabeza cómo a menudo se confunde la negligencia con la imposibilidad; y el limitado y falible poder del conocimiento humano con la omnipotencia divina. Ni a médicos ni a médicas se les permite ningún fallo y, en los centros de atención primaria, se los golpea cuando dan malas noticias. Se ataca a profesionales de la salud cuando en una sala de urgencias la espera ha superado las 24 horas. Previamente ya han sufrido el maltrato de sus contrataciones precarias.
Karikó explica que la falta de conocimiento científico nos conduce a hacer juicios de valor sobre medicina o química basados en la creencia. El problema es decidir en quién se deposita la confianza: en una experta como Karikó o en una persona desaprensiva que, sembrando el miedo, tiene la finalidad comercial de vender productos alternativos. Karikó denuncia el negociete, la interesada ignorancia y una falta de educación sobre la ciencia y sus protagonistas: podríamos citar a un montón de deportistas, pero a pocos científicos vivos. Científicas aún menos. Una señora sale en internet diciendo que la nieve es de plástico y yo recuerdo aquella escena de La vida de Brian en la que las multitudes perseguían al elegido para obtener su sandalia. La superstición proporciona fetiches y esperanzas más asequibles que la ciencia; las supersticiones se multiplican exponencialmente gracias a las redes y al impacto demagógico de colocar los discursos en la misma escala jerárquica. Karikó o un cuñao, Bolsonaro, Andrea Bocelli que es un tenor con mucha fe en Dios. Pero el conocimiento científico a menudo lleva a desconfiar de la ortodoxia eclesiástica: Galileo, Newton o Darwin fueron considerados herejes y contamos, además, con una larga lista de mártires de la ciencia: la descuartizada Hipatia; Servet; Giordano Bruno, que dijo que las estrellas eran soles lejanos, aunque en realidad fue quemado por contradecir el dogma; Ernest Gibbins, entomólogo, que tomó muestras de sangre humana para estudiar la tripanosomiasis y fue asesinado por brujo; Dian Fossey, muerta a machetazos por cazadores furtivos. El conocimiento enfrentado a la fe, la superstición, el espectáculo y el comercio produce víctimas mortales. Avanzamos por el hilo del siglo XXI. Echadoras de cartas, telepredicadores y tenistas ―algunos también lo niegan todo y no se vacunan para no perjudicar la esfericidad de sus bíceps― tienen mayor prestigio social, corren menos riesgos y se ganan mejor la vida que las descubridoras del ARN mensajero. Esconde la bata blanca. Cuerpo a tierra.
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