Aprobado justo
La falta de consenso educativo es un fracaso, pero la ley mejora la anterior

El Congreso de los Diputados ha dado luz verde a la que será la octava ley de educación de la democracia, la Lomloe, y de nuevo hay que lamentar que no se haya logrado el consenso deseable. Si hay un ámbito que exige una política de Estado, ese es el de la educación. Esta grave carencia de partida no debe empañar la relevancia de los objetivos que la ley se propone alcanzar, que en general merecen apoyo. La mayor parte de los cambios están orientados a mejorar la calidad reforzando al mismo tiempo la equidad. Ello supone un gran avance con respecto a la Lomce, que también pretendía mejorar la calidad, pero a costa de retroceder en la igualdad de oportunidades.
El texto introduce reformas necesarias para reducir las tasas de fracaso escolar y abandono prematuro, muy superiores a la media europea. Que el 25% de los alumnos no obtengan el título de ESO es inaceptable, y esto está relacionado con el hecho de que a los 15 años el 31% ha repetido al menos un curso. Además, el 17% de los escolares que podrían hacerlo no estudian más allá de la etapa obligatoria, con lo que estamos lejos del objetivo de la UE de que el abandono sea inferior al 10%. La mayor parte de los alumnos afectados pertenecen a familias de renta baja, lo que indica el peso que tienen factores socioeconómicos sobre los que se puede y debe incidir. La ley refuerza la red pública como eje vertebral del sistema, promueve la autonomía de centros y devuelve al Consejo Escolar las competencias que la ley Wert le arrebató. Y, por primera vez, regula, con mecanismos precisos, el reparto de alumnos con necesidades especiales entre la red pública y la concertada, entre otros cambios relevantes.
Tras el fiasco de la Lomce, que el Gobierno del PP ni siquiera llegó a aplicar en su totalidad por las incongruencias que contenía, hubiera sido deseable una ley con voluntad de perdurar y sustraer así al sistema educativo de la polarización partidista. Pero estamos de nuevo ante una ley respaldada con una mayoría demasiado ajustada. En el reparto de responsabilidades por este disenso crónico hay que señalar en primer lugar al PP, que nunca ha querido sustraerse al influjo regresivo de la Iglesia católica y a su apego a postulados educativos que no coinciden con los intereses de la mayoría. Su predominio en la red concertada le ha permitido convertir la educación en un campo de batalla ideológico y ha promovido reformas regresivas, como que religión sea una asignatura evaluable. La influencia católica en el sistema educativo en España se sitúa lejos de los estándares europeos y es probablemente superior incluso al que tiene en Italia.
Por su parte, la coalición gubernamental ha buscado la complicidad de los grupos nacionalistas para que la ley pudiera prosperar, lo que ha exacerbado la polarización y hace prever especiales obstáculos en su aplicación. Las concesiones no tienen un impacto de peso en la realidad preexistente, pero sí un alto valor simbólico y político, especialmente con la eliminación de la referencia al castellano como lengua vehicular, introducida en la Lomce en 2013. Aunque en principio tendrá escaso efecto práctico, habrá que vigilar con atención que no haya un uso distorsionado del nuevo marco legal y que las autoridades persigan con equilibrio, flexibilidad y eficacia el objetivo de consolidar el bilingüismo en las comunidades con dos lenguas oficiales. En todo caso, claro está, son elementos divisorios que debilitan la ley.
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