Sinaloa: lecciones de la guerra Guzmán-Zambada
Un año es tiempo suficiente para recordar algunas de las lecturas dejadas por el conflicto interno definitivo del Cártel de Sinaloa

Es probable que la guerra en Sinaloa haya producido una cosecha de mentiras más abundante que cualquier otro suceso reciente en México. La frase es casi perfecta porque no es mía, sino una paráfrasis de la entrada del texto inicial de George Orwell sobre la guerra civil española en su libro El Poder y la Palabra.
Ha pasado más de un año desde que se desató la guerra entre las facciones Guzmán y Zambada del crimen organizado en Sinaloa. Sobre ella se han dicho en redes sociales y medios una enorme cantidad de falsedades y teorías de conspiración que no tienen fuentes, sustento ni evidencia, pero que en la vox populi y la comentocracia chilanga se asumen como “hechos”. Por eso y porque un año es tiempo suficiente, quiero poner en este texto algunas lecciones sobre la que considero es el conflicto interno definitivo de esa entelequia que es el Cártel de Sinaloa.
Apunto primero que esta es la peor crisis de inseguridad en la historia de Sinaloa, que no es producto solo de una disputa entre “narcos”. Por su complejidad y alcances criminales, la respuesta federal militarizada ofrecida hasta ahora por el Estado sigue sin generar una tendencia sostenida a la baja en las violencias patrimoniales y letales que afectan a la gente en lo social y lo económico.
La guerra más cruenta
La primera lección duele, pero hay que aceptarla como es: la guerra Guzmán vs. Zambada –y sus aliados– es la más cruenta que ha vivido Sinaloa en su historia. Soporto esta afirmación con datos: desde el 9 de septiembre de 2024 hasta el 15 de octubre de 2025, Sinaloa acumula saldos abrumadores: 2.162 homicidios y 2.601 secuestrados, de las cuales un 70% permanece desaparecida, según la base de datos que hemos construido en Noroeste; 1.763 familias desplazadas en zonas rurales de Culiacán, Badiraguato, Concordia; además de 58 policías y 70 menores asesinados. Violencias que se expresan a diario en balaceras, masacres y hallazgos de cuerpos maniatados, torturados, desmembrados o decapitados con mensajes misóginos e intimidantes firmados por ambas facciones que revelan la vigencia de la afrenta perpetrada el 25 de julio de 2024 en Huertos del Pedregal.
En lo que va del año, Sinaloa registra 65 homicidios por cada 100.000 habitantes y, aún cuando no alcanzamos el máximo histórico de 86 que se registró en 2010, es éticamente obligatorio considerar la violencia de las desapariciones que, incluso, supera a los asesinatos.

Por eso, aunque metodológicamente y por respeto a sus familiares que los buscan, no podemos sumarlos, si consideramos que casi siete de cada diez personas privadas de la libertad no aparecen, estaríamos ante una tasa mucho más grande de letalidad en el estado.
Otro dato sobre la dimensión de esta crisis humanitaria es que hoy en Sinaloa se cometen 108 delitos del fuero común al día, lo que implica que con casi 40.000 delitos en total, 2025 se proyecta como el año más violento de la historia sinaloense, superando en un 8% al 2011, cuando se registraron 36.864 delitos de este tipo.
Una mafia fracturada
La segunda lección es que esta no es, como se reduce a diario en la narrativa youtubera, solo una “narcoguerra” entre dos familias de abolengo en esa genealogía que fascina en Netflix. Es el enfrentamiento a muerte entre dos facciones del crimen organizado que formaban parte de una mafia funcional en ese espacio que los expertos denominan la “zona gris” de la macrocriminalidad y donde se cruzan criminales, sociedad y gobierno. Clanes poderosos que se disputan narrativas, mercados y territorios con capacidades, equipo y poder de fuego paramilitares y que despliegan acciones de ataque y defensa que bien pueden clasificarse muchas veces como terrorismo.
Ese modelo mafioso integraba diversos negocios sumamente lucrativos; por supuesto el tráfico de drogas tradicionales (mariguana, cocaína y heroína), y que hoy son mayoritariamente sintéticas (metanfetaminas y fentanilo); pero también videovigilancia clandestina, robo de vehículos, extorsión en módulos de riego, el comercio de vapeadores en centros nocturnos urbanos, prostitución, trata e incluso alcohol ilegal en tiendas de conveniencia. Así lo ha exhibido el decomiso de decenas de toneladas de metanfetaminas y precursores químicos; de más 2.600 cámaras instaladas en Culiacán y Mazatlán, conectadas a centros de monitoreo; el aseguramiento de más de 1.500 máquinas tragamonedas y el robo de más de 7.600 vehículos.
La disputa ha exhibido también la pus debajo de la política sinaloense. Cabe recordar que la primera gran víctima de la guerra actual fue Héctor Melesio Cuén Ojeda, un personaje que fue rector y cacique de la Universidad Autónoma de Sinaloa y que, según la carta de El Mayo Zambada, buscaba el apoyo del crimen organizado para mantener el control de los casi 10.000 millones anuales de presupuesto de esa institución; una universidad que hoy registra un déficit multimillonario por el manejo faccioso y corrupto de sus finanzas, como lo documentamos en Noroeste. Semanas después caería también asesinado Faustino Hernández, líder de la Unión Ganadera de Sinaloa y exdiputado del PRI. Van también y sin que llamen tanto la atención, una decena de asesinatos de funcionarios vinculados a módulos de riego, sobre todo en el Valle del Évora, una de las regiones agrícolas más productivas de Sinaloa en la que el agua es dinero.
Decomisos y detenidos no detienen la guerra
Una tercera lección, acaso la más difícil de digerir, es que si revisamos el comportamiento de los homicidios y las desapariciones con un promedio de 30 días, podemos ver que el comportamiento es bastante uniforme en los más de trece meses que ha durado la explosión de violencias. A pesar de los 1.800 presuntos delincuentes detenidos y otros 129 abatidos, prácticamente estamos en el mismo punto que al principio: con cuatro veces más violencia de la que había antes del 9 de septiembre de 2024.
Ese comportamiento preocupa porque abre la posibilidad a la idea de que la respuesta federal y militar en coordinación con las débiles corporaciones locales, quienes han decomisado casi 4.000 armas y destruido más de un centenar de laboratorios clandestinos, ha hecho, en realidad, muy poca mella en la capacidad actual de las facciones para hacer la guerra y en su capacidad de adaptación para seguir matando y desapareciendo a sus rivales, tanto en zonas rurales como urbanas.
Por ejemplo, durante la disputa entre los Beltrán Leyva y el resto de las facciones registrada entre 2008 y 2011, hubo más de 9.000 asesinatos en el Estado, lo que desmonta la expectativa de que la guerra pueda terminar por falta de “mano de obra”, de dinero o de armamento. Queda claro que los clanes cuentan con recursos de sobra para mantener vigente la confrontación y, dada la flexibilidad de la producción sintética de drogas, parece mucho más fácil traficarlas con éxito a través de sistemas de logística legales e ilegales. Esto permite a las facciones hacerse de constantes ganancias millonarias para financiar sus batallas.

En un escenario ideal donde la política atiende a la técnica y el conocimiento, la poca correlación que hemos visto hasta ahora entre el innegable trabajo de las autoridades y su impacto en los índices delictivos, sería razón suficiente para repensar y ajustar con mayor velocidad la estrategia de seguridad federal y local. Eso implicaría diseñar e implementar soluciones de mediano y largo plazo que en otros Estados, regiones o países han demostrado ser eficaces, tales como una inversión radicalmente mayor en las policías estatal y municipales, así como en la Fiscalía local, con el objetivo de incrementar la disuasión, apretar la vigilancia y reducir sensiblemente la impunidad. Además de proyectos comunitarios, culturales y deportivos paralelos.
Sé que la idea del fortalecimiento institucional local no es novedosa. Ni siquiera parece deseable dada la pésima reputación y desempeño de nuestras policías y fiscalías. No lo es, pero ante un problema crónico y complejo como la explosión de violencias que enfrentamos, no hay atajos ni recetas mágicas: construir instituciones de seguridad y justicia es condición indispensable ya no para escapar de esta guerra, de la que comenzaremos a salir cuando el Gobierno sea capaz de capturar a por los menos uno de los dos principales generadores de violencia: Iván Archivaldo Guzmán o Ismael Zambada Sicarios; sino para no repetirla.
Es cierto, Sinaloa vive la peor crisis de violencia de su historia, pero no es cierto que sea porque el 25 de julio de 2024 Joaquín Guzmán López decidió raptar a Ismael Zambada García y llevárselo con él a Estados Unidos. La verdadera razón es que, a raíz de esa traición, los Guzmán y los Zambada decidieron hacerse la guerra en Culiacán, la ciudad que ambos consideran suya, y un año después, el Gobierno es incapaz de detenerla.
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