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Lee un capítulo de ‘Raíz que no desaparece’, el nuevo libro de Alma Delia Murillo

La escritora comparte uno de los pasajes de su novela dedicada a la tragedia colectiva de los desaparecidos

Alma Delia Murillo en la FIL de Guadalajara, en noviembre de 2021.
El País

Adiós a la palmera desgarbada

—Aquí van a sembrar un ahuehuete, pero se va a morir. Y luego nos vamos a morir todos, igual que el árbol.

Yo no sé por qué me metí en el infierno de documentar el delirio de este país.

Tal vez porque yo misma estoy un poco loca, o tal vez porque cuando el dolor duele tanto solo podemos refugiarnos en la locura. Pero cuando la señora Ada me dijo esa profecía ante la extinta palmera de la glorieta de Reforma, y luego se cumplió frente a los ojos de millones de personas, me convencí de que valía la pena arriesgar el prestigio, la cordura, la seguridad y casi todas mis relaciones para contar esta historia. Pero, sobre todo, para que a quienes voy a nombrar aquí nunca sean olvidados.

Todo empezó con una crónica nunca escrita sobre la icónica palmera del centro de la ciudad, esa giganta que la poeta Navagómez describe como «pajarraco de alas imperfectas», y que había sido condenada a desaparecer luego de cien años. Un día el gobierno anunció que la cercenarían. La palmera había sucumbido ante un hongo asesino y nos despediríamos de ella. Para mí, que soy habitante de la Ciudad de México y yonqui del amor tóxico que genera, imaginar aquello casi tenía el potencial de provocarme un ataque de pánico.

No importaba si había sido testiga de amores entre tranvías y bicicletas, si había respirado nuestras convulsiones sociales y había visto derrumbarse hoteles, hospitales y cientos de viviendas sacudidas desde el mismo pavimento que a ella la sostenía entre terremotos legendarios; no importaba si aparecía en las fotos generacionales de incontables familias o en el paisaje de millones de personas que circulamos a sus pies día y noche en esta ciudad humeante y volcánica. No importaba nada, había que cortarla.

Desde que lo anunciaron me dolió el pecho como si lo partieran en rebanadas, me asaltó la angustia infantil de cómo iban a hacer para que no sufriera, ¿anestesiarían a la giganta?, ¿alguien imaginaba todas las vidas que iban a exterminar? ¿los gusanos desovados, los insectos refugiados, los pájaros acunados, la memoria resistida, las raíces mutiladas?

Yo quería escribir sobre ella o, para ser precisa, escribirle a ella, a esa desgarbada madriguera tropical, una memoria y una despedida.

Me puse a buscar imágenes históricas de la palmera y toda la información posible sobre el universo vegetal y los árboles que pueblan este país…, y así sucedió, el algoritmo es un corral mental, lo sé, pero yo no daba crédito a lo que había encontrado. Ahora pienso que el algoritmo es también, acaso principalmente, una red de locura. De locuras afines destinadas a encontrarse.

O tal vez se trate de una lucidez hiriente a la que convoca la asociación de palabras, como quien se entera de sus demonios en el diván del terapeuta detonado por el recuerdo de una canción de la infancia. Porque decir México es decir un país de desaparecidos, y antes o después esas palabras clave para puntuar nuestra identidad refulgen en cualquier indagación y en cualquier página web.

A dos horas de la Ciudad de México, en un municipio de apenas 280 mil habitantes, un colectivo de mujeres buscando a sus hijos desaparecidos se empeñaba en entregar una prueba pericial inaudita a la Fiscalía General del Estado para avanzar en las investigaciones: querían integrar a los expedientes los sueños que ellas tenían noche a noche y donde sus hijos e hijas les daban señales precisas para encontrarles.

La señora Ada era una de las más insistentes. Tuvo un sueño peculiar y asumió con una certeza indestructible que era una pista inequívoca para encontrar a su hijo Marcos; vale decir que no era solo un delirio, cinco mujeres de su colectivo tal y como soñaron los detalles del hallazgo de sus hijos, los encontraron.

Si esos cinco casos no detonaban por lo menos cierta curiosidad lógica, para no decir científica, era que las autoridades estaban sordas o ciegas.

—Mi hijo me dijo que estaba enterrado en el árbol infectado por el hongo oscuro, yo no sé si sería la palmera esta, pero apenas lo vi en la televisión, supe que tenía que venir. Eso declaró en su defensa cuando llegaron los policías de Seguridad Ciudadana para llevársela al Ministerio Público porque la señora pretendía escarbar con una pala el área que antes había sido de la palmera.

Eran las dos de la mañana, casi nadie circulaba por Reforma y la señora Ada, rodeada de pancartas donde se leía «El gran fracaso del Estado mexicano es no encontrar a nuestros desaparecidos», se apoyaba en la pala como si con ella de verdad pudiera remover la tierra y conquistar el inframundo.

Libro - Raiz que no desaparece - Alma Delia Murillo

Sentí ternura cuando llegué y la vi. Una Alonsa Quijano velando sus armas antes de ser nombrada caballera.

El policía me saludó con un gesto que quería ser prepotente pero ya estaba conmovido con esa mujer de mirada tristísima.

—¿Usted es su familiar?

Asentí porque qué otra cosa podía hacer.

—Aquí la señora alega que su hijo le dijo que a la mejor está enterrado en este suelo… que se lo dijo en sueños, ¿verdad, doña?

Ada lo miró consciente de la burla, no dijo nada. Yo me apresuré a zanjar el asunto.

—Ya nos vamos, poli, le prometo que no va a volver a suceder.

—Ándele pues, se la vamos a pasar, pero esto es desorden público, hay multa.

Llevé a Ada a casa de una prima suya en el Estado de México, todo el camino tarareó una canción: «Nada me importa lo que me digan, si yo te quiero, si yo te adoro…». No tenía ganas de hablarme. Y yo ya había aprendido que presionarla solo daría como resultado que se encerrara en un silencio de piedra. Desde el día que la contacté y me dijo firmemente que quería que contara su historia, también dejó claro que no iba a ser ella quien me dé todas las palabras, me las tengo que buscar yo.

Esperé a que su prima abriera la puerta y la vi entrar con la pala a cuestas, yo regresé a mi casa a no dormir, porque nunca duermo.

Menos ahora que recién me separé de L. Nadie te advierte que todas las batallas que dio tu cuerpo para adaptarse a dormir con otro cuerpo tarde o temprano se volverán contra ti cuando regreses a dormir sola. Así que vivo deshidratada de insomnio, no sé descansar, y ahora tampoco sé dormir.

Diez años adecuando las esquinas de brazos y rodillas, ahuecando el vientre para el abrazo nocturno, atemperando los pies enredados en otros pies, acompasando las respiraciones… y una noche hay que deshacer el camino. Me gustaría borrar con un trapo húmedo de cloro y vinagre la ergonomía de mis formas adaptadas a las de L como he visto hacer a algunas mujeres para borrar las manchas difíciles del colchón.

Y luego están todos los ruidos de este departamento nuevo al que me mudé sin pensarlo dos veces con mi montón de cajas de libros y mis cuatro platos. Preferí ser yo la que cambiara de espacio y dejarlo a él habitar aquellas paredes que nos contuvieron tanto.

Efectivamente, tiempo después de aquella madrugada insomne y tal como lo dijo Ada, hicieron una consulta pública para que los habitantes de la ciudad eligieran al árbol reemplazo y plantaron un ahuehuete en el lugar donde había estado la palmera. Pero eso sería solo el principio de este delirio.

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