El miedo de las minorías hacia Damasco, una de las asignaturas pendientes del Gobierno de transición en Siria
El ciclo continuo de asesinatos y los episodios de masacres mantienen en vilo a alauíes y drusos
Mientras el Gobierno interino en Siria liderado por el presidente Ahmed al Shara logra éxitos en la escena internacional, parte de su población mira a las nuevas autoridades con recelo. Los inquilinos del Palacio Presidencial de Damasco han tejido relaciones con los mayores actores globales, incluyendo EE UU y Rusia, y la Casa Blanca ha acogido a un presidente sirio por primera vez en la historia este noviembre. Pero ese progreso avanza en paralelo al miedo y desencanto de sus comunidades minoritarias, donde algunos perciben a las instituciones interinas —controladas por musulmanes suníes— como una amenaza para su supervivencia.
Cuando está a punto de cumplirse un año desde la caída del Gobierno de Bachar el Asad, Damasco no ha logrado imponer el Estado de derecho en Siria. Muchos residentes de las comunidades distintas a la suní —que representa más de dos tercios de la población nacional— dicen sentirse indefensos o han abandonado el país. Esos ciudadanos se ven marcados en actos cotidianos —como el trato desigual en los puntos de control— o golpeados por la aparente participación, por acción u omisión, de las autoridades en la violencia en sus territorios.
Solo durante el mes de octubre, la Red Siria de los Derechos Humanos (SNHR, por sus siglas en inglés) ha registrado 66 muertes por violencia armada en el país. La mayoría de esas víctimas (43, incluyendo cuatro niños y nueve mujeres) fueron civiles ejecutados extrajudicialmente en incidentes de autoría u origen desconocido. Aunque los datos de SNHR no registran confesión religiosa de las víctimas, Suhail al Ghazi, investigador sobre violaciones de derechos humanos en Siria y anterior miembro asociado del Instituto Tahrir para la Política de Oriente Próximo, registra un incremento en esos ataques y señala el componente sectario como uno de los móviles.
A diferencia de otras partes del país, donde la aceptación de los nuevos líderes es mayor, el escepticismo se expande por el litoral sirio, donde predomina la población alauí, o en la región sureña de Suweida, el único lugar del Estado donde la minoría drusa es mayoritaria. Ambas áreas han sufrido combates donde las fuerzas gubernamentales han tomado parte en matanzas contra la población civil. El ministro de Justicia, Mazhar al Wais, ha prometido sin pasar de las palabras que se enjuiciará de manera pública a los responsables de esos episodios.
El fin de esas hostilidades abiertas, que amenazaron con reiniciar el conflicto civil, no ha eliminado el miedo. “Amo Siria con toda mi alma”, dice desde Suweida Jalal Obeid, de 66 años. “Pero Siria me está expulsando”, lamenta. El goteo de venganzas continúa en un escenario de impunidad y a menudo tiene como objetivo a antiguos integrantes del régimen de El Asad, que pertenece a la comunidad alauí, o a miembros de ese mismo grupo confesional —una variante del islam chií que representa un 10% de la población del país—, percibidos como colaboradores de la dinastía caída.
El investigador Al Ghazi, que contacta con EL PAÍS desde Milán tras pasar la mayor parte del último año en Siria, señala la sucesión de ataques “contra hombres alauíes de mediana edad” y el “secuestro de mujeres”. Los asesinatos, añade, se extienden a ciudadanos suníes sospechosos de haber cooperado con El Asad.
Otros tienen motivos “que se pasan por alto”. Al Ghazi relaciona el ataque a tiros reciente contra dos profesoras en Homs —una murió— con el “enfado” por el desempleo. “El Gobierno seguía aceptando como trabajadores estatales a alauíes que habían sido nombrados por el Gobierno de El Asad a pesar de no tener la cualificación necesaria, y algunos profesores suníes no podían recuperar el trabajo que perdieron hace 14 años [al inicio de la guerra civil]”.
El SNHR indica que la mayoría de las muertes violentas que han tenido lugar en octubre en gobernaciones como la de Homs (que incluye ciudades alauíes como Tartús, en el oeste del país) se atribuyen a “agresores no identificados”. Al Ghazi apunta que múltiples ataques se lanzan desde motocicletas en marcha, y cree que el Gobierno no hace suficiente para impedirlos. Especialmente en Homs: “[Los agentes] en los puestos de control de esa zona acosan a los sirios alauíes, chiíes o cristianos, y les preguntan cuál es su confesión”. Si un vehículo lleva matrícula de un territorio asociado a una mayoría suní, “nadie pide la documentación” a sus ocupantes, agrega.
Paulo Pinheiro, presidente de la Comisión de investigación independiente de Naciones Unidas sobre Siria, alertó el mes pasado ante la ONU de que el futuro del país “está en juego”, porque “los repetidos y preocupantes episodios de violencia han atenuado el optimismo sobre la capacidad de las autoridades interinas para terminar con los arraigados ciclos de violencia”.

Nuevos exiliados
La ofensiva relámpago que llevó al grupo fundamentalista Hayat Tahrir al Sham a hacerse con Damasco en diciembre de 2024 bajo el liderazgo de Al Shara confirió a los milicianos —que dirigían desde años atrás el bastión rebelde de Idlib, en el noroeste del país— las riendas de una Siria destrozada. Tras casi 14 años de guerra civil, el 90% de la población vivía bajo el umbral de la pobreza, siete de los 22 millones de personas habían sido internamente desplazadas y seis millones más habían abandonado el país.
Al Shara prometió que el nuevo Gobierno protegería a todos los ciudadanos y se puso como objetivo atraer a los exiliados. Desde entonces, más de 100.000 nacionales han hecho el camino contrario y cruzado la frontera hacia Líbano, según la agencia de la ONU para los refugiados (Acnur).
Esos nuevos expatriados han partido en distintas oleadas. Una de ellas llegó después del estallido de violencia que en marzo mató a unas 1.400 personas en el litoral sirio, según cifras mencionadas por Human Rights Watch (HRW). La mayoría de las víctimas fueron civiles alauíes. Las fuerzas del Gobierno y grupos armados alineados con las autoridades intervinieron para repeler una insurgencia planteada por combatientes fieles a El Asad. Según una investigación de HRW, la operación derivó en días de redadas en más de 30 municipios de mayoría alauí, incluyendo Tartús o Latakia, con hombres armados tocando a las puertas repitiendo la misma pregunta: “¿Eres alauí?”.
El pronóstico de una Siria unificada recibió otro golpe en julio. Las fuerzas del Gobierno se desplazaron a Suweida, que en diciembre celebró la caída de El Asad, para contener la violencia entre milicias drusas y clanes beduinos —que profesan la confesión musulmana suní, como las nuevas autoridades—. Los combates escalaron y dejaron unos 2.000 muertos. Acnur llegó a registrar casi 150.000 personas desplazadas.
Amnistía Internacional demostró la implicación de los cuerpos gubernamentales o de individuos con insignia oficial en la ejecución en espacios públicos de decenas de drusos desarmados. Las escaramuzas, que persisten, allanan el camino para que Hikmat al Hijri —un señor de la guerra druso vinculado a El Asad y a actividades ilícitas— impulse un discurso independentista y abra la puerta a la injerencia israelí.
Según Obeid, druso de Suweida, la convivencia con los vecinos beduinos —que acusan de abusos a las milicias drusas de Al Hijri— ha volado por los aires. “Vivíamos puerta con puerta”, dice por teléfono este residente, que reside frente a una mezquita antes frecuentada por los beduinos de la ciudad. “Celebrábamos sus bodas, los arropábamos cuando perdían a alguien”. Ahora, afirma, muchos de ellos defienden una supuesta agenda supremacista suní de la mano del Gobierno de Al Shara.
Al Ghazi no cree que Damasco tenga “como política” discriminar a las minorías, y enmarca los abusos en una falta de control de las autoridades interinas sobre parte de sus fuerzas. Aun así, señala que ya ha pasado un año y se le termina el periodo de gracia a la transición: “En algún momento, tendrán que dar un paso al frente”.
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