Unos que llegan y otros que se van
La liturgia sucesoria china exhibe por igual el afán de estabilidad y de renovación de un proyecto que aspira a perpetuarse y a transformarse apenas lo que sea estrictamente necesario
Desde la privilegiada atalaya del retrato que cuelga a la entrada de la Ciudad Prohibida, Mao Zedong observa impertérrito los vaivenes del liderazgo chino en estas tres últimas décadas como si no fuera con él la cosa. Donde hubo bicicletas circulan limusinas. Donde había sufridos uniformes azules sin cuello hay ahora hombres de negro, relojes de marca y corbatas de seda. Pero donde había un politburó sigue habiendo un politburó.
La sucesión de Mao fue traumática y cargada de azarosa incertidumbre. Acabó con la banda de los cuatro entre rejas, la viuda de Mao colgada de una sábana en la celda y el encumbramiento del Pequeño Timonel Deng Xiaoping, arquitecto de la nueva China del socialismo de mercado. Se pasó de un liderazgo divinizado y caudillista a una gobernación colegiada y de consenso entre facciones del Partido Comunista Chino. La estrategia de reproducción de este liderazgo colectivo se concretó a principios de los años noventa en el diseño de un proceso sucesorio planificado, opaco y gradual, con mandatos cada vez menos carismáticos, limitados a una década y jubilación obligatoria. En esas estamos: en una liturgia sucesoria que exhibe por igual el afán de estabilidad y de renovación de un proyecto que aspira a perpetuarse y a transformarse apenas lo que sea estrictamente necesario para no perderle el paso a una sociedad como la china: creativa, joven, imparable, plural y compleja.
Llega una nueva generación de dirigentes pero los que se jubilan no se van del todo. Los casi olvidados inquilinos de la tercera generación (Jiang Zeming) contienden con los de la cuarta (Hu Jintao) en la lucha por el reparto de poder. Este solapamiento de cuotas de influencia fundamenta la apuesta por la estabilidad pero al mismo tiempo puede llegar a convertirse en un factor de parálisis, en un momento en el que China exige un decidido impulso reformista, donde ya no basta con fiarlo todo al crecimiento acelerado. Sin reformas políticas, sin un establecimiento del imperio de la ley, sin atender a las ambiciones de las nuevas clases medias y sin encontrar nuevas fórmulas para canalizar las divergencias y los descontentos sociales que no pasen por la simple e ineficaz represión policial e informativa, este vaivén más o menos planificado o azaroso de líderes del partido corre el peligro de quedar definitivamente descolocado.
Podremos pasarnos semanas escrutando los signos cifrados en los nombres y los gestos del nuevo liderazgo chino, intentando deducir si el reformismo va a ser más o menos acelerado, más o menos estatalista, más o menos abierto o represor, si el nuevo líder conseguirá marcar perfil propio. Y al final seguiremos tan a oscuras como lo están los ciudadanos de China: gobernados por una elite que se reproduce al margen de las dinámicas de la sociedad, en función de redes de lealtades vagamente asociadas a opciones ideológicas. Que comparten un rasgo cada día más preocupante para su legitimidad: un similar ritmo vertiginoso de enriquecimiento familiar.
Manel Ollé, coordinador del Máster en Estudios Chinos de la Universidad Pompeu Fabra.
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