El discurso del Rey y el gusto que da descalzarse
Convivir en una sociedad requiere que todos tengan acceso a una vivienda, pero en España el mercado inmobiliario está cada vez más inaccesible para los jóvenes


Travis, el protagonista de la última y deliciosa novela de Juan Tallón (Mil cosas, Anagrama), “no considera que está en casa, con todo el placer que eso produce, hasta que no se ha quitado los zapatos”. A mí me pasa igual, tengo que descalzarme para estar es casa, porque en ese quitarse los zapatos está la sensación de que no hay que recorrer más mundo, de que se ha acabado la carrera y de que todo lo que viene será confortable. Y si descalzarse es el top uno, ducharse sería para mí el top dos del hogar. Quedarme quieta bajo el chorro de agua caliente, que es como lavarse las heridas del día, los pequeños accidentes. No es una cuestión de higiene, es una cura. Y salir mojada con la toalla en la cabeza y hacer ese recorrido inconsciente por todos los objetos que se han ido depositando a lo largo del tiempo que suponen pequeñas conquistas. Ese sentimiento de que es un mundo diseñado por ti, que te habla, que te refleja, que es tuyo. Ese goce íntimo de tener una casa.
Y un sofá. Puedo sentarme en muchos sofás, pero el peso del deber se derrumba conmigo solo cuando me siento en el de mi casa. Una casa es ese lugar donde estás protegido y que cumple la misma función que los templos antiguos: ahí no puede entrar la barbarie y la violencia. Sé que hay casas donde sí entra, pero me refiero al hogar y a su posibilidad. Al paisaje que se ve desde la ventana que es tuyo y que solo puede verse desde esa ventana donde estás, desde ese ángulo. A los ruidos conocidos que marcan las horas, al crujir concreto de la persiana que levanta un vecino. No sé si me entienden, no sé si tienen casa. Y no sé si sienten que podrían llegar a tenerla.
Este año en la cena de Navidad a mi sobrino pequeño su hermano mayor le ha explicado que le iba a costar irse de casa, que no podría tener una casa. El mayor acababa de comprarse una y por un momento casi pareció normal en nuestra mesa que algunos tuviéramos casa (los mayores) y los jóvenes ya no. ¿Cómo sería un país donde la gente, la mayoría de los jóvenes, no pudiera tener casa? Habría demasiadas personas viviendo gracias a una decisión ajena, a algo que es de otro, habría muchas personas con un profundo sentimiento de paso, de precariedad (que es lo contrario al sentimiento de hogar), una cruel falta de protección se instalaría en demasiados corazones. Se crearía un sentimiento generalizado de inseguridad y la inseguridad, como es sabido, engendra violencia, agresividad.
Mi país es justo así. Y por eso este año el Rey ha tenido que llamar a la convivencia, porque ya está bien de mal rollo y discursos polarizados, que diría Campofrío. Aunque después de leer a Tallón creo que las palabras del Rey solo iban dirigidas a quienes sabemos del gusto que da descalzarse y ducharse y dejarse caer en el sofá… de casa. Porque lo de convivir implica que cada uno tenga un sitio y no sé cómo se puede exigir convivencia sin garantías de esta posibilidad. “Todo se edifica sobre la arena, nada sobre la piedra, pero hay que edificar como si la arena fuera piedra”, decía Borges. Lo que no puede ser es castigar a todos los jóvenes sin playa y pensar que los veranos serán iguales.
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