Imposible gustarse a una misma y cómo esto beneficia a la ultraderecha
Hoy es imposible gustarse a uno mismo éticamente hablando. No sin hacer lo suficiente por frenar el genocidio o sin llevar una bolsa de tela a la frutería en vez de coger el maldito plástico que devorará los océanos


Y no estoy hablando de gustarnos por fuera, que daría para otro texto. Escribo hoy de la imposibilidad de gustarse a uno mismo éticamente hablando. De que no se puede estar a bien con una sin hacer lo suficiente por frenar el genocidio, por detener la guerra, sin llevar una bolsa de tela a la frutería en vez de coger el maldito plástico que devorará los océanos, sin usar un lenguaje que no hiera a nadie (si es que tal cosa es posible), sin reconocer que algunos de nuestros privilegios dañan de forma irreparable otras vidas y hacer algo al respecto. Creí que no todo el mundo padecía esta angustia moral que a menudo me consume, pero después de leer a Clare Pollard he llegado a la conclusión de que es un síntoma de lo peor de nuestro tiempo, vulgar y peligroso. Lo de no gustarnos no solo nos daña íntimamente sino que podría estropearlo todo, aún más. “Si ser una buena persona es no dañar a otros, vivo en un sistema que ha hecho de la bondad algo imposible”, escribe Pollard en su brillante primera novela, Delfos (Caja Negra). La leí en agosto, en un viaje a Grecia, y llevo rumiando sus sentencias oraculares desde entonces, como si Pollard fuera una pitia escritora elegida por Apolo para descifrar nuestro futuro.
¿Qué pasaría si Pollard tuviera razón? ¿Cómo sería vivir en un sistema que ha hecho de la bondad algo imposible? ¿Y cómo podría transmitirse esta idea a todos sus ciudadanos? La tecnología desempeñaría un papel fundamental, hasta el punto de que fuera imposible buscar la receta de una paella sin tropezar con las peores noticias. Todo el mundo debería sentirse insuficiente y cruel para los demás varias veces al día.
Y así hasta, una vez borrada la bondad del alma de cada uno, la gente se sentiría cada día menos preparada para tomar buenas decisiones políticas. Nadie sabría a quién votar y los más jóvenes se sentirían especialmente faltos de ancla y propósito, no habiendo conocido ellos la bondad en el mundo que estrenan e incapaces de conquistarla en ellos mismos. Para colmo, el diálogo se convertiría en un ejercicio imposible pues su sentido mismo es la búsqueda del bien y, una vez exterminado, la gente empezaría a argumentar solo para tener razón en vez de para entenderse. En un sistema así, el totalitarismo terminaría por imponerse como el orden social más deseado, pues tendría la receta política para recuperar el orden y la convención a través de unas reglas (no importa ya cuáles) capaces de reencontrar la bondad perdida.
A partir de ese momento, el sistema viviría la paradoja de que la defensa de las nuevas y buenas ideas serviría para auspiciar fantasmas autoritarios, pues nadie creería que la bondad perdida se pudiera recuperar en el futuro o lo inexplorado, igual que nadie iría nunca a buscar unas llaves extraviadas a un lugar donde nunca estuvo. Lo bueno es que los oráculos, más que predecir el futuro, condicionan el presente. Así, enfrentadas a la pregunta de qué hacer, solo cabe buscar la bondad aquí y ahora. Aceptarla en nosotros mismos y reconocerla en los ajenos, cuanto más ajenos mejor. Urge aceptar que quienes piensan distinto pueden ser buenos al mismo tiempo, dado que la bondad sigue siendo de todos. Sé que puede parecer ñoño e irritante, pero quizá sea el único antídoto contra el totalitarismo. O eso dice la pitia.
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