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DEBATES
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Rearmamos el mundo o lo reconstruimos?

Vivimos una época de guerras, carreras armamentísticas, migraciones y crisis climáticas. Pero no nos damos cuenta de que todos estos fenómenos están relacionados

Amada Ucrania

Uno de los muchos motivos de desesperación en la era actual de los genocidios retransmitidos en directo y de la redistribución acelerada de la riqueza en favor de la clase multimillonaria es que el fin del orden mundial llega pisándole los talones a una sensación de fin del mundo por la catástrofe del cambio climático.

En 2025, el desmoronamiento de la arquitectura política internacional de posguerra —visible en el deterioro de las instituciones multilaterales, el retroceso de las normas de cooperación y el ascenso de las soberanías populistas— ha coincidido con otro desastre más tangible: el debilitamiento de la base ecológica de la vida. No son dos tendencias paralelas, sino que se refuerzan mutuamente. La descomposición de las estructuras políticas ha desencadenado una carrera armamentística para controlar la seguridad, el poder y la tecnología que agrava la crisis climática y acelera la desaparición del mundo en su sentido más literal.

Pero debemos recordar que el concepto de mundo no es inocuo. Está marcado por su origen teológico y su designación como espacio mundano, separado de lo sagrado y, por lo tanto, entregado al dominio y la explotación. En el ámbito político también ha estado asociado a periodos de expansión imperial. No obstante, es demasiado pronto (o demasiado tarde) para abandonar la idea del mundo como proyecto abierto, un espacio-tiempo de juicios compartidos y negociados por encima de las diferencias. Cada vez más, la respuesta ideológica implícita a la afirmación revolucionaria de que “otro mundo es posible” es que “el mundo, tal y como es, es imposible”. La descomposición actual es devastadora: impide la propia posibilidad de un futuro. Si deja de haber un mundo —como concepto significativo y como realidad—, no habrá otra guerra mundial, sino una guerra global.

El síntoma más claro de que cada vez hay menos mundo es la nueva carrera armamentística, que incluye, junto con las armas tradicionales, la inteligencia artificial, la vigilancia espacial y la guerra cibernética. La diplomacia está en retroceso y la seguridad se define ahora en función de la prevención, el almacenamiento y la escalada. La propia Tierra, que ya sufre una crisis ecológica, está siendo víctima de un sacrificio en el altar mayor del resurgimiento militar.

Desde Washington hasta Pekín y desde Moscú hasta Delhi, los gobiernos están dedicando unos recursos sin precedentes al presupuesto de defensa. La OTAN ha elevado su objetivo de gasto del 2% del PIB a lo que, en la práctica, supone un nuevo umbral de lealtad. España, que durante mucho tiempo se ha mostrado reacia a aceptar la plena integración militar, está ahora en una encrucijada. Madrid recibe cada vez más demandas de que aumente el gasto en defensa, pero la opinión pública sigue siendo escéptica.

A diferencia de algunos de sus vecinos europeos, los motivos de España para resistirse no son meramente económicos, sino también éticos e históricos. Los españoles, que todavía conservan en la memoria las cicatrices de la dictadura, se sienten incómodos ante la perspectiva de normalizar la lógica militar en la vida civil. La nueva generación de activistas sostiene que las verdaderas amenazas son los factores de deterioro internos: la sequía, la inseguridad alimentaria, las desigualdades y la industria extractiva.

La carrera no es solo militar e industrial, sino que también se desarrolla en los ámbitos de la inteligencia artificial, las armas autónomas y la militarización de la órbita espacial. Estamos entrando en una era en la que la inteligencia es artificial y no rinde cuentas a nadie, el juicio se externaliza y la responsabilidad se evapora. El fallido Acuerdo de Ginebra de principios de este año ha dejado un vacío que está llenando rápidamente la agresividad. Los gobiernos están haciendo inversiones inmensas en sistemas diseñados para predecir, anticiparse y castigar; en definitiva, para gobernar utilizando la violencia anticipatoria. Las tecnologías de IA, ni mucho menos herramientas neutrales, no necesitan un mundo como presupuesto lógico, si bien necesitan enormes cantidades de recursos. Las armas basadas en esta tecnología desestabilizan ecosistemas enteros y combinan el genocidio y el ecocidio. Las granjas de servidores consumen enormes cantidades de electricidad, agua y tierras raras. La extracción de litio ya ha arrasado regiones enteras de Bolivia, Chile y la República Democrática del Congo. El objetivo de garantizar la seguridad nacional hace que el planeta sea cada vez más inseguro. El gasto militar en logística, pruebas de armas y flotas navales que se alimentan de combustibles fósiles sigue en aumento, pese a que hay que descarbonizar nuestra vida para afrontar la crisis climática.

Las olas de calor que han azotado el Mediterráneo este verano —con temperaturas sin precedentes en Túnez, Atenas y Córdoba— no son un simple fenómeno meteorológico; son una sentencia. El lenguaje de las emergencias ha dejado de ser una excepción y se ha convertido en la norma.

Sin embargo, estos fenómenos —la guerra, el clima, la IA, las migraciones— no se abordan nunca como elementos relacionados entre sí, sino cada uno por su cuenta. La gobernanza moderna divide la complejidad y burocratiza las crisis y, en consecuencia, se niega a comprender lo esencial: que estos no son problemas paralelos, sino síntomas de la destrucción del mundo. El rastro que dejan no es un posible nuevo orden mundial, sino la precariedad del planeta.

Al mismo tiempo se erosiona la propia capacidad de respuesta común. Las cumbres sobre el clima son cada vez más performativas y financiarizadas. Se hacen promesas que luego se olvidan. El objetivo del “cero neto” se convierte en una coartada para postergar las medidas. Sin un orden mundial que medie entre la interdependencia ecológica y la rivalidad geopolítica, los países vuelven al extractivismo. Entre las víctimas que se cobra esta situación también está la ontología. Está desapareciendo el mundo propiamente dicho, no solo como idea, sino como terreno en el que los seres se relacionan y nacen los significados. Las ruinas del mundo son recintos aislados: fortalezas nacionales, cajas de resonancia digitales, zonas de extracción militarizadas.

Si hay una salida, no es a través de la nostalgia. El orden mundial que se derrumba participaba en la dominación y la explotación. Lo que necesitamos es algo más profundo: refundar el mundo como un espacio de relaciones y cuidados. Resistirse a militarizar la imaginación es también negarse a ver la Tierra como una reserva de recursos o un campo de batalla. Hay que prestar atención y apoyo a las formas de vida —no solo humanas— que siguen creando mundos entre las ruinas: los agricultores que restauran el suelo; las comunidades costeras que se reubican con dignidad; los activistas que se oponen al extractivismo.

Reconstruir el mundo no significa restaurar lo perdido, sino dejar claro que, incluso en medio del colapso, hay un mínimo de sentido. Todavía existen formas de relación y actuación que mantienen abierta la posibilidad de algo que no sea la guerra. Es posible que la carrera armamentística acapare los titulares, pero, si aún existe un futuro, no será de quienes gobiernan por la fuerza, sino de quienes se atrevan a vivir —con cuidado, con dolor y con los demás— en lo que quede de una Tierra acogedora.

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