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Andreas Reckwitz, sociólogo: “Nadie quiere ser un ‘loser’. Pero si se es víctima, la cosa cambia”

El catedrático alemán analiza en su último ensayo cómo el populismo vive de convertir al perdedor en víctima, dando pie a la la política de la cólera

Andreas Reckwitz
Marc Bassets

Berlín es una ciudad de desapariciones y pérdidas. Aquí las cicatrices del siglo XX son a la vez un vacío y una presencia obsesiva. Y resulta inevitable pensar en todo esto durante la conversación con el sociólogo Andreas Reckwitz (Witten, Renania del Norte-Westfalia, 55 años) en la cafetería de un viejo palacete prusiano reconvertido en museo de arte moderno en la avenida de Unter den Linden. A cuatro pasos se eleva la Puerta de Brandeburgo, símbolo del último triunfo rotundo de la libertad en Europa con la caída del Muro en 1989.

Hijo de aquel momento en que el progreso parecía imparable, Reckwitz describe en su obra las corrientes de fondo de la sociedad y tiene el don de acuñar conceptos que resumen la época. Es lo que el catedrático de la Universidad Humboldt hace en su libro más reciente, Verlust. Ein Grundproblem der Moderne (Pérdida. Un problema fundamental de la modernidad; no traducido). En castellano ha publicado El fin de las ilusiones (Nola), La invención de la creatividad (Catarata) y La sociedad de las singularidades (Katz).

Pregunta. ¿Cómo se dio cuenta de que la pérdida era “la cuestión central de la modernidad?”.

Respuesta. El punto de partida fue observar que, en distintos ámbitos de la sociedad del presente, las experiencias de pérdida tienen un papel importante, qué dificultades crea esto. Sucede, primero, con los llamados perdedores de la globalización. Una parte considerable de la población sufre bajo la desindustrialización, en EE UU, Francia, Inglaterra o aquí en Alemania. Se sitúan en el lado de los perdedores de la transformación social de las últimas décadas y esto tiene consecuencias políticas, como la política populista de la cólera. En Alemania se ve especialmente en el Este. En segundo lugar, las condiciones de vida empeoran por medio de las transformaciones climáticas. Y es deprimente constatarlo: a mejor no irá. El tercer aspecto es que, si miramos a los ambientes más bien privilegiados, la parte más exitosa de la clase media, el problema de la pérdida, sorprendentemente, tiene un papel. Mire las psicoterapias en las que es central cómo los individuos afrontan el fracaso, el duelo, las separaciones. Es difícil cuando alguien cree en la propia autooptimización. Las pérdidas —de las expectativas laborales o las privadas— parecen entonces especialmente graves.

P. ¿Qué conclusión sacó?

R. Partiendo de estos fenómenos, di un paso atrás y miré a la modernidad occidental en su conjunto. Está claro que existe una contradicción fundamental entre la orientación hacia el progreso y la realidad de las experiencias de pérdida. En contexto, las pérdidas adquieren su dimensión dramática.

P. ¿No es subjetiva la experiencia de la pérdida? No solo perdemos, también ganamos. También hay progreso, en la medicina, la inteligencia artificial, la tecnología…

R. Sin duda hay experiencias de progreso y el progreso no se ha derrumbado del todo. Pero en otros terrenos las experiencias de pérdida parecen evidentes: pérdida de estatus social, pérdida del control y el orden, alienación cultural. Siempre hay un elemento subjetivo. No es fácil registrar objetivamente las pérdidas. Naturalmente, se puede constatar que algo desaparece cuando ya no está, pero esto no tiene por qué representar una pérdida. La pérdida siempre es la percepción de que la desaparición representa algo negativo que se lamenta o se llora.

P. Siempre han existido las experiencias de pérdida.

R. Sí. Lo nuevo es que disminuye la creencia en el progreso presente y futuro, es decir, en el progreso social. En este contexto las experiencias de pérdida parecen drásticas y dramáticas, porque ya no se puede dar por hecho que en el futuro se superarán.

P. ¿No es la pérdida algo inherente en la existencia humana, casi desde el Génesis?

R. Podría decirse que la pérdida es fundamentalmente una cuestión de la filosofía existencial. Que el ser humano sea mortal ya significa que debe afrontar la pérdida. Pero lo que me interesa como sociólogo es lo que, respecto a la pérdida, cambia con la sociedad moderna. No es hasta la modernidad, a partir de los siglos XVIII y XIX, que las pérdidas se convierten en un escándalo. Antes no lo eran. Porque la modernidad está marcada por la creencia en el progreso. Por primera vez la sociedad da por hecho que el futuro será mejor que el presente y que el presente ya es mejor que el pasado. Y existe la posibilidad de influir activamente en estas mejoras. Es algo muy inhabitual en la historia. Antes nadie lo habría creído. Se pensaba que era cíclico o que todo seguía igual.

P. En otro de sus libros, La sociedad de las singularidades, habla de la crisis de “lo general”, de “lo común”.

R. La nuestra es una sociedad que vive en una forma radical de la individualización. De lo que se trata es de enfatizar lo que es especial y único. Cada uno tiene en su teléfono un hilo de noticias singularizado. La economía produce productos a la medida. Y, naturalmente, los individuos, especialmente en las nuevas clases medias, esperan de sus vidas que permita desarrollar su individualidad, y no ser como los demás.

P. ¿No es bueno esto?

R. En muchos aspectos es una evolución positiva, pero también significa que las ideas de lo general, por ejemplo del progreso de la sociedad en su conjunto, parecen inadecuadas. Ya no hay un espacio público general, no hay una idea unificada del progreso general. Todo se singulariza. Y si hablamos de resiliencia, por supuesto que es algo que puede ser individual, pero debería relacionarse con lo que es general en la sociedad. Es necesario un cierto renacimiento de lo común, aunque pueda resultar difícil.

P. ¿Cómo evitar que triunfen los populistas, los reaccionarios, los Trumps y los AfD de este mundo, que cada vez son más fuertes? ¿Basta con ser resiliente?

R. Sería ya un proyecto muy ambicioso. Podría decirse que lo que podría promover este sentimiento de lo general o lo común sería algo que nos afectara colectivamente. La discusión sobre el cambio climático ya no está tan presente como hace cinco años, pero es algo que nos afecta a todos, no podemos esquivarlo, estamos en el mismo barco. Es algo que nos afecta colectivamente y hay que reaccionar colectivamente. O si hablamos ahora de Rusia y Europa: nos afecta a todos en Europa. Si fuese optimista, diría, ¡ajá!, esta idea de algo que nos afecta de manera general puede llevar a una política de lo común. Pero hay que ser realista y decir que no tiene por qué ser así. Precisamente la apelación a lo común lleva a que haya grupos que digan: ‘Este no es nuestro colectivo. Vosotros habláis de cambio climático, pero no es mi problema’. En este sentido, no hay garantías. Lo general es algo frágil.

P. ¿Qué espera usted del futuro?

R. Espero que la gente se dé cuenta de que tenemos un legado de progreso que no puede darse por sentado. Creo que éste fue en realidad el error de percepción en este interludio de euforia [se refiere a los años 90, en el momento de optimismo tras la caída del Muro]. Fukuyama habló del final de la historia, de que el modelo occidental se seguirá expandiendo. Pero la historia no ha llegado a su fin, sigue en marcha. Si el legado del progreso nos parece valioso, hay que defenderlo y seguir desarrollándolo.

P. Volviendo al sentimiento generalizado de pérdida, ¿cree que tiene consecuencias políticas?

R. Cuando las experiencias de la pérdida prevalecen, la democracia liberal puede tener un problema de legitimación. La propia democracia liberal es un producto de la creencia occidental moderna en el progreso. Básicamente promete, desde la Revolución Francesa, mejorar las condiciones de vida de la población. Pero si se extiende entre la población la impresión de que esta promesa ya no se cumple, surge un problema de legitimación. El auge del populismo es un síntoma de ello. El populismo se basa precisamente en las experiencias generalizadas de pérdida en algunos grupos sociales y parece tomárselas en serio. Responde a ello con una especie de retrotopía, la idea de que tuvimos un pasado mejor, por así decirlo, y que ahora podríamos recuperarlo. El “Make America Great Again” es eso. Ya no se trata de la orientación clásica hacia el progreso: aquí, el regreso al pasado ya se ve como una mejora.

P. A veces se tiene la impresión de que ser un perdedor es casi prestigioso. ¿Es así?

R. Diferenciaría entre perdedor y víctima. El perdedor sigue siendo una figura poco atractiva. Nadie quiere ser un loser. Pero cuando se pasa de perdedor a víctima, la cosa cambia. Como víctima, uno se enfrenta a un perpetrador que es el culpable de la propia miseria. Como víctima, siempre hay alguien a quien culpar. Esto es un elemento importante en el auge del populismo, que vive de convertir al perdedor en una víctima que exige restitución o incluso venganza. El populismo dice: “En realidad no sois perdedores, sino víctimas injustificadas de las élites liberales que os han colocado en una mala posición con sus políticas de globalización”. El populismo hace malabarismos con experiencias de pérdida, y en ello radica gran parte de su éxito.

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Sobre la firma

Marc Bassets
Es corresponsal de EL PAÍS en Berlín y antes lo fue en París y Washington. Se incorporó a este diario en 2014 después de haber trabajado para 'La Vanguardia' en Bruselas, Berlín, Nueva York y Washington. Es autor del libro 'Otoño americano' (editorial Elba, 2017).
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