Todo por Asunta pero contra Asunta
Lo peor de este género del ‘true crime’ es que confunde respetar a las víctimas con hacerlas desaparecer de la Historia


En este momento hay dos clases de personas en España: las que ya han visto El caso Asunta (Netflix) y las que tienen algún capítulo pendiente para terminarla. José Antonio Vázquez Taín, el que fuera juez instructor del caso, es del segundo grupo. Ha visto ya el primer episodio, pero no piensa seguir. No es por falta de verosimilitud o porque no le guste la interpretación que Javier Gutiérrez hace de su personaje (el juez Malvar en la ficción), sino que no soporta que el relato se centre en los asesinos y carezca de la menor empatía hacia la víctima. Yo soy del primer grupo, me la he visto enterita. Y creo que el juez tiene razón.
Poco o nada sabemos de Asunta Basterra al terminar la serie y lo poco que sabemos (que era superdotada y que le gustaba bailar) nos lo cuentan sus asesinos. No sabemos dónde nació ni por qué fue dada en adopción, tampoco cuál era su personalidad, sus deseos, cómo dibujaba, qué decían de ella sus amigas, quién la recuerda y, lo peor de todo, no sabemos cómo es posible que sus padres la drogaran en más de una ocasión sin que saltara ningún dispositivo de protección a la menor en su comunidad: colegio, profesores, familiares o amigos. La vida de Asunta no importa nada en esta historia ya que ella nace como personaje en el instante en que muere.
El true crime se basa en elegir un suceso anclado en la conciencia pública para buscar un culpable. Y, cuando el crimen es tan horrible como el asesinato de una niña de 12 años por sus padres, señalar a un monstruo. En este sentido, analizar e incluso llegar a comprender a los monstruos supone un espacio de tranquilidad para el espectador: el mundo puede dividirse entre buenos y malos y resulta que en el sofá de casa estamos los buenos. El problema es que la realidad es más compleja. De hecho, el maltrato infantil no lo perpetran monstruos aislados. Al contrario, la mayoría de los abusos suceden en el ámbito familiar: el abuelo sobre la nieta, el tío sobre la adolescente, el padre y la madre sobre la hija. En este sentido, silenciar a las víctimas supone silenciar el hecho de que los crímenes hablan también de la sociedad donde se cometen.
El trato que damos a un niño o una niña víctima nos habla de cierto estado de nuestra sociedad y nos descubre sufrimientos infantiles mudos, así como una preocupante falta de compromiso moral y político con las víctimas. Recientemente hemos visto a Patricia Ramírez, la madre de Gabriel Cruz, asesinado por la novia de su padre, pedir auxilio para que el asesinato de su hijo no se convierta en un lucrativo true crime. Ella conoce el género y sus consecuencias devastadoras cuando la fascinación por la intriga y el suspense se impone al respeto y el honor de las víctimas. Por ahora nadie le ha pedido permiso para reconstruir la historia de su hijo, como si Gabriel no fuera nadie o solo la excusa necesaria para que empiece la historia de sus asesinos.
Para mí, lo peor del fenómeno true crime es que confunde respetar a las víctimas con hacerlas desaparecer de la Historia. Y que nos retrata como espectadores fascinados con los asesinos sin ningún compromiso moral, político o afectivo con las víctimas. Ni siquiera cuando son niñas y niños. Los monstruos, no nos engañemos, siempre somos personas normales.
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