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Yo viajé a Tánger sin móvil y nunca adivinará lo que ocurrió después...

Tarjetas de embarque, mapas, traductor... nuestra dependencia del teléfono es tan grande que parece imposible hacer turismo sin él. Pero probamos a ver qué pasa

Un mes después de haber vuelto de Tánger casi todas las promesas se han incumplido. Los cinco días que pasamos viajando sin móvil nos hicieron creer que a la vuelta a nuestra vida sería un poco distinta. Pero yo he dejado de utilizar el teléfono patata que me compré para poder desconectar del Whatsapp a partir de las siete de la tarde y Marina, mi pareja, tras una semana llevándolo en la muñeca, aún no ha ajustado el reloj Casio monísimo que se había agenciado para no tener que mirar la hora en el móvil. Lo de viajar dejando los iphones en un cajón de casa fue un experimento (de pijos), porque nos hacía gracia y nos divertía. También para curarnos un poco de esta adicción al móvil que todos tenemos. A nuestros 27 y 28 años, somos de la generación que recuerda a sus padres parados en una vía de servicio intentando orientarse con un mapa de carreteras, pero que de mayores no ha probado lo que es viajar sin Google Maps. Estas ganas de complicarse la vida, súplica de un poco de aventura, no solo nos permitió comprobar hasta qué punto nos ha cambiado el móvil —más desorientados, miedosos y menos apañados—, sino cómo ha cambiado el mundo.

La preproducción del viaje fue más laboriosa de lo normal. Sacamos un par de guías de la biblioteca. Nuestro hostal no salía en el mapa de ninguna de las dos, así que imprimimos algunas capturas de Google Maps. Hubo que explicarle al dueño que no llevábamos móvil ni nada parecido porque estaba empeñado en pasarnos la dirección por Whatsapp el mismo día de la llegada. Lo que más nos preocupaba era hacer el check-in de vuelta. En Ryanair no te dejan hacerlo hasta 24 horas antes del vuelo. Si lo haces presencialmente te cobran 35 euros. De hecho, tienen pensado eliminar las tarjetas de embarque en papel y los mostradores. Sin móvil la única opción es pedirle a alguien que lo haga por ti y que de alguna forma te los envíe. En nuestro caso, llegó al correo del hostal.

Hace unos meses, en una entrevista, el filósofo Jesús G. Maestro me dijo que a los jóvenes nos habían “desprotegido en el mundo digital y sobreprotegido en el mundo físico”. Este viaje vino a confirmar su teoría. Casi todo el mundo al que le contamos que íbamos a irnos a Tánger sin móvil nos sugirió llevar uno por si acaso. “Lo dejas apagado y metido dentro de un cajón, pero lo llevas”. Una amiga nos obligó a pasarle nuestra dirección de hotel. El padre de mi pareja, al enterarse, se lo advirtió muy claramente: “A Tánger no se va sin móvil. Sé lista”.

Los primeros móviles aparecieron a lo largo de los noventa. “Entonces la gente no entendía eso de coger la mochila e irse a dar la vuelta al mundo”, recuerda Pedro Torquemada, un vitoriano que a sus veintipico años dejó el trabajo para emprender un viaje por varios continentes que duró más de un año y medio. Sin GPS, ni webs de reservas de alojamiento, las guías como la Lonely Planet eran fundamentales. “El viaje empezaba en el momento en el que te hacías con una”, dice. Además de mapas y recomendaciones turísticas, había números y direcciones de hoteles. “Lo bueno es que ofrecían opciones adaptadas a todos los presupuestos”, añade.

Para dar la vuelta al mundo hay que pasar por muchos países y es imposible llevar una guía para cada uno de ellos. Por eso, en la era predigital era imprescindible hablar con la gente. “Llegabas y le preguntabas al taxista o a cualquier persona si sabía dónde encontrar alojamiento. Si no te sabía decir preguntabas a otro. A veces hasta te alojaban ellos mismos en sus casas”, relata. Aunque se tardaba más que reservando por internet, no recuerda haber pasado carencias. “Viajar por el mundo es más fácil con una actitud flexible”. El truco, sostiene Torquemada, es tener confianza. “Después de dar la vuelta al mundo, conviviendo constantemente con gente, te das cuenta de que el 99% de las personas son buenas”.

A nosotros, según pusimos un pie en Tánger, nos timó un señor que en lugar de a nuestro hostal nos llevó a su casa para vendernos porros. Tras la fallida compra nos dejó tirados en un callejón oscuro. Por suerte, una señora que nos había visto vino a rescatarnos. La medina de Tánger tiene infinitas callejuelas que a veces ni aparecen en los mapas. Al principio, en una brillante ocurrencia de Gen Z, anoté en un papel todos los giros y desvíos que tomábamos. Al segundo día ya nos dimos cuenta de que, en realidad, si nos perdíamos bastaba con parar un taxi y darle la dirección de nuestro alojamiento.

Las capacidades humanas, como los ojos en la oscuridad, se adaptan rápidamente. Logramos hacernos con un mapa en la recepción del famoso Hotel El Minzah, el único en el que encontramos uno. Al poco tiempo, nuestro sentido de la orientación mejoró sustancialmente: sabíamos decir casi siempre dónde estaba el mar y cómo llegar al puesto de zumos de la medina que nos gustaba. Hablamos bastante con la gente, sobre todo con las mujeres, que eran mucho más amables, y me di cuenta de que no se me había olvidado el francés del cole. El hecho de no llevar móvil implica también no tener el temor a perderlo o a que te lo roben.

Uno es consciente de que irse unos días sin móvil a un lugar desde cuya costa se ve España no es precisamente una actividad de riesgo. Pero en cuanto nos paramos a pensarlo, no recordábamos cuándo había sido la última vez que habíamos pasado tanto tiempo desconectados. Dejar el móvil da ansiedad. Seguro que no a todo el mundo, ni de la misma manera. Pero hacer ayuno de un aparato que de media utilizamos casi cuatro horas al día, fuente inagotable de estímulos y dopamina, tiene sus complicaciones. Marina lo resumió perfectamente: “El móvil hace que sea más fácil salir del momento tristeza o momento estar mal, te distraes. Sin él, te lo tienes que comer”.

El mismo año en el que Pedro se fue de viaje, 1998, se hizo una cuenta de Hotmail, el primer correo electrónico de su vida. Al llegar a una ciudad, cada cierto tiempo, buscaba un cibercafé para comprobar si había recibido algún mensaje. “Era un momento muy chulo. Piensa que llevabas dos semanas sin saber nada de nadie, y de repente te encontrabas 17 correos sin leer”. Todavía funcionaban las cartas a mano. Él solía mandar una postal cada vez que llegaba a un nuevo destino. Muchas a un mismo bar de Vitoria. “Mis amigos seguían en Vitoria de fiesta. Cada cierto tiempo iban al bar y veían, en la balda donde estaban las botellas, que la colección de postales iba aumentando. Nepal, Australia, Nueva Zelanda... El camarero, al que conocíamos mucho, decía: ‘¡Oye que ha llegado otra de Pedro!’. Era una gozada”.

Ese no fue el último gran viaje de su vida. De hecho, nunca ha parado. El último fue a Rumanía. Reconoce que se ha mal acostumbrado a utilizar el móvil en los viajes. “Nos gusta ir con la mochila e improvisar un poco la ruta para mantener un poco la aventura, pero sí es cierto que hoy en día, con cuatro móviles [el suyo, el de su mujer y los sus dos hijas] y dos VISA en la cartera, la experiencia ha cambiado”. Echa de menos aquella manera de moverse por el mundo: “Los viajes han perdido emoción por la tecnología. No sé si podría pero me encantaría volver a viajar sin móvil. El mundo ha cambiado de una manera tan brutal que sería un ejercicio de desaprender”.

En el avión de vuelta, el chico de al lado se intenta entretener con un móvil sin internet como quien fuma un cigarro que no tira. Al llegar a casa lo primero que hicimos fue abrir el cajón, encender nuestros iphones y ver quién nos había escrito: nada importante. Muy pocas veces ocurren urgencias y casi nunca está en nuestras manos resolverlas. La única lección posible de este viaje es que, si quieres desconectar, no hace falta que pagues 500 euros por un retiro digital detox. Basta con dejar el móvil en el cajón y largarte por la puerta.

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Sobre la firma

Daniel Soufi
Colabora con distintas secciones de EL PAÍS desde septiembre de 2022. Además, ha publicado en medios como eldiario.es y la revista 'Yorokobu'. Graduado en Comunicación Audiovisual por la Universidad Carlos III de Madrid. Cursó el máster de Periodismo UAM-EL PAÍS en la promoción 2021-2023.
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