Agosto se acaba: ¿trauma o alivio?
En la ficción, los últimos días de este mes siempre son un momento de angustia. En la vida real, depende


Cécile, la protagonista y narradora de Buenos días, tristeza (una novela de Françoise Sagan publicada en 1954 y adaptada al cine en dos ocasiones), confiesa a los lectores que, mucho tiempo después de que aquel verano durante el que se desarrolla la trama hubiera terminado, seguía conservando como talismán “una preciosa concha” recogida del fondo del mar: “No sé por qué no la he perdido, yo, que lo pierdo todo. Hoy la tengo en la mano, rosada y tibia, y me entran ganas de llorar”. El verano ficticio de Cécile junto a su padre fue trágico en varios sentidos, pero, para cualquiera, los recuerdos de un verano reciente —especialmente si todo ha ido bien— son también una puerta abierta a la melancolía. Además, mucho antes de que nos quedemos paralizados ante las reminiscencias de una concha, una pelota de playa o cualquier otro souvenir, las primeras señales del final del verano dan paso a un momento delicado que es el único de todo el año durante el que sentirse mal está universalmente aceptado.
Si, según ese mito construido a base de viejas tradiciones, fiestas populares, anuncios de cerveza e, incluso, perfumes y crema solar, el verano es un tiempo excepcional durante el que casi todo se relaja y nos pueden suceder cosas insólitas, su final es, entonces, una puerta que se cierra. Las hojas comienzan a caer, el viento refresca y sobre el mar, que fue amable hasta hace un par de días, se forman las primeras tormentas. De acuerdo con el tópico, casi nadie se alegra ante estos indicios, aunque ahora que el veraneo ya no es un fenómeno tan universal y, de hecho, el disfrute de algunos implica la precariedad de otros (como demuestran las protestas contra el turismo de masas), en algunos territorios pueden suponer un alivio.
En cualquier caso, en novelas y películas, o en poemas y canciones, los últimos días de agosto y los primeros de septiembre siempre son el momento de la angustia. Desde Verano azul, hasta por ejemplo, El Nadador (el relato de John Cheever que dio lugar a la película de Sydney Pollack). Algunas de las pocas frases que resultan inquietantes en medio de la placidez suburbial que rodea a Ned Merrill (interpretado en la pantalla por Burt Lancaster) son las que aluden a la llegada del otoño; y el número de músicos que han compuesto temas nostálgicos en los que la fugacidad del verano ilustra algo más profundo sobre el paso del tiempo es casi infinito, de los Doors (Summer’s Almost Gone) al clásico de Amaral (Días de verano). Por cierto, el último en incorporarse a esta lista de melancólicos ha sido Kevin Parker, el líder australiano de Tame Impala, que en julio lanzó End of summer, un tema electrónico que funciona mejor un mes después de su publicación.
Mamá, no quiero ir al colegio
Pocas cosas resultan tan aterradoras para un niño como como los anuncios de “la vuelta al cole” o esas piezas informativas sobre el coste de los libros de texto que, temporada tras temporada, recuerdan a los espectadores de todas las edades que se acerca un nuevo curso escolar (o laboral), con su cansancio, sus horarios y su disciplina. La novela El descontento (Temas de Hoy, 2023), de Beatriz Serrano, describe ambientes de oficina que tienen mucho en común —no es casualidad: las unas preparen para las otras— con las aulas de un colegio o instituto. Serrano lo tiene claro: si tuviéramos vidas más soportables durante todo el año, el final del verano no resultaría tan traumático: “España es uno de los países donde más ansiolíticos y antidepresivos se consumen, hay algo que está francamente mal, y las vacaciones son una especie de escapismo frente a todo eso. Nos permiten jugar durante una o dos semanas a ser las personas que nos gustaría ser: personas despreocupadas que no miran la cuenta, que se bañan, que no viven enmarcadas en horarios de 9 a 5, que no tienen que hablar con gente a la que, como cantaba Morrissey, no le importa si vivimos o morimos, que no tienen que aguantar a jefes ni compañeros, que no tienen que subir al metro…”, comenta la escritora.
Del otro lado, Mario Aznar, también escritor y crítico literario, encuentra cierto alivio en el final del verano. “Es una especie de reconciliación. El verano es hermoso pero agotador: esa luz que nunca se apaga, esa presión constante de tener que estar disfrutando. En septiembre, cuando la temperatura baja un poco y los días empiezan a tener sombra, recupero cierta intimidad con lo cotidiano. No me refiero a la rutina como condena, sino como un ritmo que sostiene. Quizá los trabajos que parecen más ingratos —dar clase, corregir, incluso preparar informes— se vuelven soportables porque devuelven estructura, como una partitura después de un verano de ruido improvisado”, explica.

Aznar está acostumbrado a vivir durante todo el año en zonas de costa en las que, durante unos pocos meses, la presencia de turistas complica la vida de los vecinos. Quizá por eso, en algunos de sus textos ha desarrollado la idea del verano como un proceso de desgaste, que consume y debilita los cuerpos, los objetos y las ciudades y los convierte en ruinas. “Ese verano cruel existe y es tan real como el de las postales. Basta pensar en los cuerpos de quienes trabajan bajo el sol mientras otros se broncean, o en las casas que se alquilan hasta la extenuación, cambiando de inquilinos cada semana como si fueran objetos de usar y tirar. El verano gasta: gasta cuerpos, gasta suelos, gasta recursos. Un verano eterno sería como una discoteca abierta las veinticuatro horas: al principio eufórico, pero pronto insoportable. La erosión no es solo física —piel quemada, muebles que se decoloran—, también es social y territorial: los pueblos convertidos en parques temáticos, los mares saturados, la intimidad disuelta”, enumera.
La posibilidad de un verano eterno
Durante los últimos años, se han publicado varios ensayos, como El jardín contra el tiempo (Capitán Swing, 2024) de Olivia Laing o La mente bien ajardinada. Las ventajas de vivir al ritmo de las plantas (Debate, 2025) de Sue Stuart-Smith, que defienden la idea de que un jardín doméstico ayuda a experimentar el tiempo de otra manera y protege de la aceleración que, según tantos filósofos, padecen las sociedades contemporáneas. Frente a esta defensa de un tiempo que avanza, como las estaciones, al ritmo de la naturaleza, la tendencia en las redes y entre las marcas parece la contraria: en Instagram no tiene sentido hablar de final del verano porque allí, en aquel tiempo artificial y personalizado, siempre es verano.
La fotógrafa y directora de arte Raquel San Nicolás, que trabaja para firmas de moda en París, se quejaba de ello hace poco. “Después de haber estado haciendo un research para una campaña, llegué a la conclusión de que, en Internet, o en Instagram, siempre es verano. Tengo la impresión de que incluso cuando se comunica el invierno se hace con una luz cálida, con imágenes muy iluminadas, evocadoras, aspiracionales, y, al final, lo que atrae al ojo en publicidad y lo que manda en moda es aquello que apetece, y suele apetecer el buen tiempo. Creo que las marcas recurren a ese imaginario, a esa iluminación y colorimetría, incluso cuando estamos en épocas más invernales. En Instagram siempre hace calor y siempre son las ocho de la tarde de un atardecer evocador”, expone San Nicolás.
Aznar está de acuerdo y cree que “el verano se ha convertido en una marca: terraza en diciembre, vuelos baratos en noviembre, festivales en abril”. “Esa proyección es una especie de verano de laboratorio donde lo único que se conserva es la promesa de ocio, sol y consumo. Ahí está la trampa: alargar el verano no significa más felicidad, sino más gasto, más desgaste. Es como esas plantas de plástico que siempre parecen verdes, pero nunca huelen a nada”, lamenta el escritor.

Si bien todavía buena parte de las representaciones y los rituales relacionados con el verano tienen que ver con los trabajos del campo, puesto que su imaginario también depende de un calor que cada vez dura más, el cambio climático podría estar contribuyendo a esta paradójica “desestacionalización” del verano. San Nicolás insiste: la moda y la estética veraniegas ya ocupan todo el año: “Una estética veraniega puede ser una luz cálida que envuelve todo un espacio, la costa, el mar, una actitud festiva y agradable, contemplativa, descanso, gente bien vestida con una copa… Ese tipo de imágenes ya las recibimos como un bombardeo todo el tiempo”. La fotógrafa tinerfeña ha podido observar que “el boom actual del turismo está muy relacionado con la necesidad de generar contenidos e imágenes de verano para publicar en redes sociales, y los territorios, especialmente los más evocadores, lamentablemente se convierten en decorados. Tener una estética que resulte atractiva como decorado puede llevar a una saturación”. San Nicolás percibe que la sociedad canaria atraviesa “una situación como de colapso” a nivel de economía, trabajo y vivienda y, precisamente, la capacidad de las islas para ofrecer imágenes veraniegas en cualquier momento del año juega en su contra.
En cualquier caso, incluso para aquello trabajadores que más padecen la temporada alta y hasta para quienes pretenden instalarse en un verano virtual y viajero que abarque todo el año, los primeros días de septiembre siguen teniendo algo de duelo. Es algo que también refleja Un verano sin ti, ese disco de Bad Bunny dedicado a los adolescentes que añoran un verano que todavía no han vivido y Día de otoño, un durísimo poema de Rilke que advierte de que, en estas fechas: “Quien no tenga casa ya no la construirá. / Quien esté solo lo estará largo tiempo, / velará, leerá, escribirá largas cartas, / y deambulará por las avenidas, / inquieto, mientras ruedan las hojas”. Más vale que el verano haya ido bien porque, cuando se acaba, convierte de golpe un montón de momentos en recuerdos que ya no es posible recobrar.
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