“Imágenes aberrantes y repulsivas” contra el fascismo: 50 años de ‘Salò’, la escandalosa obra maestra de Pasolini
La última película del cineasta italiano, concluida poco antes de su asesinato, sufrió censura, críticas y el secuestro de varios de sus rollos


Ver hoy Salò o los 120 días de Sodoma, de Pier Paolo Pasolini implica una experiencia tan extrema y por momentos insoportable como lo era hace 50 años, cuando tuvo lugar su accidentado estreno. Sus escenas de sexo forzado, sadismo corporal, coprofagia, vejaciones y mutilación, filmadas en magníficos escenarios y desde un aparato formal de una belleza exquisita, generan el mismo horror, la misma repugnancia moral. Pero, sobre todo, el campo en el que la película extiende su vigencia con más autoridad es el político, que es el que más interesaba a su autor. Lo que Salò enuncia, que tiene que ver con la violencia que subyace tras el ejercicio del poder en las sociedades capitalistas, no ha perdido un ápice de potencia y validez. Quizá ese mensaje fuera el motivo velado por el que en su día fue atacaba por grupos extremistas, mientras se desataba en los tribunales una urgencia furiosa por prohibir su exhibición, pena de cárcel incluida para su productor: no había ya medios para aplicar la condena judicial a Pasolini, el director, ya que había muerto asesinado poco antes. Una muerte que sigue considerándose, por cierto, uno de los casos pendientes de la historia reciente de Italia, y que para muchos está relacionada con el propio mensaje profético de Salò.

A mitad de los años setenta del siglo pasado, varias películas de calidad desigual forzaban los límites de lo que podría mostrarse en la pantalla y redefinían el concepto mismo de lo escandaloso, al mismo tiempo que expresaban el malestar general sobre la situación del momento. El último tango en París (1972) de Bernado Bertolucci o La mamá y la puta (1973), de Jean Eustache, lo hacían desde el desencanto post-sesentayochista y la crisis existencial. Emmanuelle (1974), de Just Jaeckin, desde la frivolidad burguesa. La gran comilona (1973), de Marco Ferreri, desde el nihilismo vitalista. Los rompepelotas (1974), de Bertrand Blier, desde el deseo de epatar. Y El imperio de los sentidos (1976), de Nagisa Oshima, desde un sublime cóctel entre lo antropológico y lo espiritual. Pero ninguna de ellas llegó tan lejos en todos sus presupuestos como la cinta de Pasolini.
En aquella época, el propio cineasta italiano había realizado su propia contribución a esta tendencia con las tres películas que conformaban su Trilogía de la vida, adaptaciones de El Decamerón de Boccaccio, Los cuentos de Canterbury de Chaucer y el anónimo Las mil y una noches, que constituyeron grandes éxitos de público y le reportaron premios en los festivales de Berlín y Cannes. En ellas, el sexo y el goce de los cuerpos se representaban desde un prisma celebratorio, como parte de un canto a la vida optimista y desprejuiciado. Pero, inmediatamente después de esto, el ánimo de Pasolini ya no estaba en esa longitud de onda. En junio de 1975 publicaba una columna en el diario Il Corriere della Sera titulado, muy gráficamente, Abjuración de la trilogía de la vida, donde lamentaba que los cuerpos antes inocentes habían sido violados por el poder de la sociedad de consumo y llegaba a afirmar que odiaba el sexo y los órganos sexuales. “Hoy la degeneración de los cuerpos y de los sexos ha asumido un valor retroactivo”, añadía para justificar su abjuración. Inmediatamente después se embarcaba en el rodaje de una nueva adaptación literaria de un texto clásico cargado de sexo. Esta vez se trataba de Los 120 días de Sodoma, novela escrita en 1785 por el marqués de Sade durante su encierro en la cárcel de La Bastilla por diversas causas relativas a su comportamiento libertino. Aquella obra inconclusa, en la que cuatro hombres poderosos daban rienda suelta a sus placeres, con un grado creciente de violencia, sobre un grupo de jóvenes, suponía la llegada al extremo del programa literario e ideológico del marqués de Sade, que reaccionaba contra la racionalidad de la Ilustración con una suerte de sátira cruel. Como tal había sido especialmente apreciada, al igual que el resto de la obra de su autor, por los surrealistas, de Georges Bataille a Luis Buñuel.

Pero las intenciones de Pasolini eran otras. Para empezar, trasladó la acción desde el siglo XVIII del original hasta el periodo de la República de Salò, el canto del cisne del gobierno de Mussolini en Italia antes de su caída durante la II Guerra Mundial, lo que ya implicaba una declaración de intenciones política. Los cuatro protagonistas se convertían en gerifaltes del régimen fascista, un cura, un juez, un banquero y un duque -representantes respectivos del poder religioso, judicial, económico y social- que secuestraban a un grupo de adolescentes y, con la complicidad de cuatro prostitutas provectas, los violaban y sometían a todo tipo de vejaciones hasta despedazarlos en una insoportable escena de sangre y destrucción, que antecedía a un final extrañamente sanador en el que dos soldados del Ejército Nacional Republicano bailaban cuerpo contra cuerpo mientras hablaban de la esperada vuelta a casa junto a sus novias.
Originalmente, la película debía estar dirigida por otro cineasta italiano, Vittorio de Sisti, con guion del también director Pupi Avati, quien, según contaría décadas más tarde, involucró en su trabajo a Pasolini y su amigo y colaborador Sergio Citti. Este primer proyecto terminó naufragando por tribulaciones de producción, y el propio Pasolini lo retomó de la mano del muy solvente productor Alberto Grimaldi. Su idea era comenzar una Trilogía de la muerte que sería la antítesis de la Trilogía de la vida de la que acababa de abjurar pese a los éxitos que le había reportado (o tal vez precisamente debido a esos éxitos, que le producían un malestar culpable). La película se rodó en escenarios naturales y propiedades del norte de Italia que representaban la lujosa villa, decorada con piezas de mobiliario clásico y art déco y obras de arte de vanguardia, donde se desarrollaba la historia. Pese al buen ambiente que Pasolini y sus colaboradores trataron de crear, fue un rodaje duro debido la inevitable respuesta emocional que las escenas de violencia generaban en los actores y otros miembros del equipo. Para aliviar tensiones, se organizó un partido de fútbol con el equipo de Novecento, de Bertolucci, epopeya fílmica que también se rodaba en aquellos días y que reflejaba asimismo en su argumento la abyección del fascismo italiano. Que el propio Pasolini participara como jugador no impidió que el equipo de Salò perdiera el partido (al parecer, Bertolucci, que rehusó jugar, deslizó en su equipo un par de futbolistas profesionales haciéndolos pasar por técnicos de rodaje).
Pero el mayor contratiempo sobrevino cuando varios rollos de la película fueron secuestrados –junto con los de Casanova de Fellini y El genio, de Damiano Damiani- por una banda criminal que exigió un rescate a cambio de su devolución. El pago no se realizó, y a cambio se completó el metraje con segundas tomas y positivos contratipados. La producción de la película terminó en otoño de 1975. La noche del 1 al 2 de aquel noviembre, con la cinta aún sin estrenar, Pasolini fue asesinado a los 53 años por un muchacho de 17, Giuseppe Pino Pelosi, en circunstancias no del todo aclaradas, y que desde entonces han evocado el asesinato político. Según algunas teorías, Pasolini habría recibido una llamada instándolo a acudir a aquella cita aduciendo que se le iban a devolver los rollos de película robados.
Tres semanas después, el 22 de noviembre de 1975, la película se preestrenó en el Festival de Cine de París, con el escándalo esperable, que aún se amplificó después. En Italia, fue rechazada en un inicio por la Comisión de Censura, aún operativa, por sus “imágenes aberrantes y repulsivas de perversión sexual que ofenden la moral”. Finalmente se estrenó en Milán el 10 de enero de 1976 con una prohibición para menores de 18 años. Pero después Alberto Grimaldi, su productor, fue sometido a juicios por corrupción de menores y obscenidad (se le condenó a dos meses de prisión, de los que fue absuelto después), y la película incautada. Más de un año después, pudo reestrenarse con varios cortes, y entonces un cine de Roma en el que se proyectaba fue atacado por un grupo de extrema derecha. Los procesos judiciales se multiplicaron, y finalmente, en 1978, el Tribunal de Casación aprobó la libre circulación de la versión completa de la película, aunque no volvió a proyectarse en el país hasta 1985. No por casualidad, muchas de las paradas de este viacrucis son similares a las que experimentó La edad de oro (1930) obra maestra de Luis Buñuel que también realizaba una adaptación sui géneris de Los 120 días de Sodoma de Sade.

Desde el inicio, la película suscitó reacciones furibundas a favor y en contra en el medio intelectual. El escritor Alberto Moravia fue uno de sus principales defensores (el autor de La romana firmó, junto a otros escritores, una petición de absolución para la película, que consideraron “la última obra importante de uno de los principales intelectos italianos de este siglo”). En cambio, Italo Calvino, en un texto titulado Sade è dentro di noi publicado en Il Corriere della Sera, la criticó duramente, ante todo por la decisión de ambientarla en el medio fascista. Entre medias, el filósofo Roland Barthes también consideraba algo “grosero” la equiparación entre sadismo y fascismo, aunque admitía que, en el plano de los afectos, acaso Sade y los fascistas no están muy distantes.
En realidad, a Pasolini le interesaba menos circunscribirse a la época histórica de la República de Salò que sugerir las ramificaciones del fascismo en el mundo tardocapitalista, que llevaba tiempo denunciando en sus escritos. En la película, los cuerpos de los jóvenes secuestrados por representantes de las principales instituciones del poder encarnaban la perversión de la sociedad de consumo que no solo convierte los cuerpos en mercancías desechables, sino que los somete a un ciclo paralelo a los episodios que estructuran la narración del filme. En el Círculo de las Manías esos cuerpos son fetichizados, convertidos por tanto en mercancía que se desea consumir. En el Círculo de la Mierda, esa misma mercancía empieza a degradarse por su uso, y es sometida a vejaciones extremas como la coprofagia forzosa. Y en el Círculo de la Sangre, los cuerpos, mercancía ya prescindible, son definitivamente aniquilados. La última orgía de sangre se contempla desde el punto de vista del Duque, que la observa, como el espectador, en la distancia y con binoculares. Con esta elección, Pasolini situaba al público en el punto de vista del torturador máximo, forzándolo a cuestionarse su papel en el ciclo infernal de la sociedad, y al mismo tiempo interponía una distancia brechtiana que hacía algo más soportable la contemplación del horror.
Escritos prolífico y apasionado, Pasolini no había tenido reparos en considerar explícitamente a la sociedad de consumo un nuevo fascismo, más sibilino y efectivo que el que cayó en la II Guerra Mundial, y destacó entre sus agentes a la comida basura (aquí tendríamos su representación en la materia fecal que los jóvenes secuestrados son obligados a ingerir) o los medios de comunicación de masas, contra los que fue particularmente duro. En su texto de 1973 Sfida ai dirigente della televisione, señalaba a la televisión como responsable en la deshumanización de la sociedad, “no ya como medio técnico, sino como instrumento del poder y poder en sí misma”. Una idea que cobra especial actualidad en tiempos en los que la telebasura ha llegado a enarbolarse como antídoto o alivio contra el fascismo: para Pasolini, que ni siquiera llegó a contemplar los extremos a los que el género llegaría a alcanzar en su país (y en el nuestro), la telebasura era fascismo en imágenes. Por otro lado, Salò comparte con obras más actuales –Sirat, de Oliver Laxe, sin ir más lejos- la voluntad decidida de traumatizar a los espectadores y la exhortación a la espiritualidad como modo de combatir la anestesia generalizada que impone el tardocapitalismo.
Los lectores de Pasolini suelen preguntarse qué diría él sobre la deriva que ha tomado la sociedad de consumo que tanto denunció en vida. Sin embargo, es posible que todo lo que pudiera decir al respecto ya esté contenido en Salò o los 120 días de Sodoma, a su manera terrible y poética. En ella comparece toda su rabia y su deseo de provocación. Así lo explicó Moravia: “No es una película cruel, porque Pier Paolo Pasolini no lo era, sino una película figurativamente provocativa”.

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