Ver una película para pasarlo mal: el fenómeno de ‘Sirat’ y el “cine de la crueldad”
La premiada película de Óliver Laxe es un éxito en la taquilla española, pero también provoca abandonos en las salas y críticas furibundas en las redes. Nada nuevo bajo el sol: desde hace décadas hay un tipo de cine que provoca tanto rechazo como pasión


Decía Susan Sontag que las películas que generan rechazo suelen ser las más fértiles, las únicas, por lo general, que contribuyen al progreso del lenguaje cinematográfico. A fin de cuentas, argumentaba la escritora estadounidense, el gran público recela del arte de vanguardia, rechaza la novela moderna y detesta la arquitectura racionalista, ¿por qué iba a ocurrir algo diferente con el cine atípico?
El común de los mortales adora a George Lucas y desprecia o ignora a Bresson, Godard y Bruce Conner. En palabras de Peter Biskind, la mayoría de espectadores contemporáneos “somos hijos de Steven Spielberg, no de Francis Ford Coppola”. No hay nada malo en ello, pero deberíamos tener la madurez de admitirlo. Más aún, en opinión de William Friedkin, un coetáneo del Nuevo Hollywood que nunca tuvo del todo claro si quería ser Coppola o Spielberg, “el paladar de la mayoría de los cinéfilos está tan atiborrado de hamburguesas de McDonald’s que ya ni siquiera son capaces de reconocer la buena comida”.
Estos días ha aterrizado en la cartelera española una película nacional francamente atípica, Sirat, cuarto largometraje del cineasta gallego Óliver Laxe. La ha producido El Deseo y acaba de obtener el premio del Jurado en el Festival de Cannes, un par de avales que le han garantizado una notable irrupción en taquilla: 54.000 espectadores y cerca de 400.000 euros de recaudación en su primer fin de semana, con lo que se sitúa no muy lejos del medio millón recaudado por Ballerina, con Ana de Armas y Keanu Reeves.
Historia de un equívoco
Sin embargo, basta con asomarse a las redes sociales para comprobar hasta qué punto la película ha merecido el rechazo beligerante de muchos de sus espectadores. La crítica profesional la considera un espectáculo “poderoso”, la “desoladora respuesta a un presente descarrilado”, un “brillante ejercicio de hipnosis”, un viaje sensorial que “embriaga para luego conmocionarte”, una “oda antisistema”, una obra de arte “áspera e hipnótica”.

Entre los usuarios, en cambio, predominan los que la acusan de “abofetear al espectador” con una saña injustificada, de “blanquear el islam a ritmo de rave soporífera”, de aburrir a las ovejas, de incurrir en delitos de lesa “modernidad” y exceso de pretensiones, cuando no en el bochorno y el sinsentido. Hay quien no entiende su premio en Cannes, quien la califica de “brutal tostón” y quien la describe como “puro ruido estético” al servicio de “un vacío elocuente”. Una intervención en FilmAffinity se pregunta cuánto habrán cobrado críticos (e incluso internautas anónimos) por sus valoraciones positivas (los críticos solo cobran del medio para el que escriben, por si es necesaria la aclaración).
Otro indicador de la capacidad de una película para incomodar a sus espectadores y, en consecuencia, generar el tipo de rechazo que Sontag atribuye a las películas “fértiles”, es el porcentaje de deserciones. El pasado viernes 6 de junio, día de estreno, al menos un tercio de los 30 espectadores que acudieron a la sesión de sobremesa en un cine barcelonés abandonó la sala bastante antes de que concluyese la película. Lo mismo relatan algunos espectadores que han acudido en otras ciudades, desde Madrid a Valencia. En su mayoría, eran espectadores de mediana edad que dejaban atrás la trinchera del celuloide alternativo entre contrariados y perplejos. En las redes son legión los que se declaran orgullosos desertores. Hay quien afirma, incluso, que si hubiese sabido cómo acaba hubiese abandonado la sala antes de que empezase.
Las tribulaciones de un cine distinto
¿De qué trata Sirat? De todo y de nada. De un descenso a los infiernos, el de un padre que busca a su hija, perdida hace años tras acudir a una rave en sombríos vericuetos del Atlas marroquí. Es un viaje, una inmersión fascinante y un tanto sórdida en un paisaje, unas constelaciones mentales y una subcultura. Es un plato sugerente y nutritivo en lo cinematográfico, pero, a juzgar por las reacciones, no del todo apto para estómagos poco curtidos.
Nada nuevo bajo el sol. No todo el cine que triunfa en festivales internacionales y despierta el fervor de la crítica puede contar con la complicidad de los espectadores. Aunque una Palma de Oro en Cannes supone, para la mayoría de las distribuidoras de nuestro país, un argumento de marketing supremo, lo cierto que Titane, de Julia Ducournau, tal vez la más radical de las galardonadas recientes en el festival francés, apenas recaudó en nuestro país 246.000 euros, procedentes del bolsillo de 41.000 espectadores. Un cuarto de millón por una película descrita como “críptica y compleja” (además de “lúbrica y salvaje”) puede parecer un botín muy digno de respeto, pero es apenas una septuagésima parte de lo que obtuvo el gran éxito de ese año 2021, Spider-man: No Way Back Home.
En los últimos años, los cronistas de los grandes festivales están recurriendo cada vez con mayor profusión a una etiqueta de largo recorrido que había dejado de utilizarse hace décadas: el “cine de la crueldad”
Bastante mejor le fue en nuestro país a la segunda Palma de Oro obtenida por Ruben Östlund, la comedia negra El triángulo de la tristeza (1.127.000 euros, 180.000 espectadores), tras el relativo pinchazo de la primera, The Square, una sátira sobre el mundo del arte contemporáneo que cerró el contador en 50.000 espectadores y apenas 300.000 euros. En realidad, Parásitos, de Bong Joon-ho, es la única Palma de Oro reciente que ha rebasado el listón del millón de espectadores y los cinco millones de euros, pero en su caso lo hizo tras obtener también el Óscar a la Mejor Película.
Aunque ni siquiera esa doble gesta garantiza un buen desempeño en la esquiva taquilla española: Anora, de Sean Baker, última ganadora en Cannes y Los Ángeles, tuvo que conformarse con 2.265.800 euros y 359.000 feligreses. Peor aún le ha ido a algunas de las últimas ganadoras del León de Oro en Berlín: el Acontecimiento, de Audrey Diwan, no alcanzó los 150.000 euros (apenas 25.000 espectadores) y La belleza y el dolor, de Laura Poitras, solo interesó a 6.000 espectadores y tuvo que conformarse con 41.000.
¿Qué decir, por ejemplo, de las ganadoras del Festival Internacional de Rotterdam, refugio del cine exquisito y alejado de las corrientes mayoritarias? Por lo general, ni siquiera se estrenan en nuestros cines. Es el caso de las aún inéditas Videofilia y otros síndromes virales, del peruano Juan Daniel F. Molero, La obra del siglo, del cubano Carlos Machado Quintela, Eami, de la paraguaya Paz Encina, o Sexy Durga, del indio Sanal Kumar Sasidharan. Tampoco el Oso de Oro en Berlín garantiza un impacto significativo en nuestro país. Así lo atestiguan los 4.700 euros (964 espectadores) obtenidos por Dahomey, de la franco-senegalesa Mati Diop, o los también bastante misérrimos 10.200 euros que recaudó No me toques, de Adina Pintilie. La excepción sería Alcarràs, de la barcelonesa Carla Simón, gran éxito reciente del “nuevo” cine español, que puede presumir de más de 400.000 espectadores y 2.300.000 euros, cifras comparables a los de la galardonadísima Anora.
Vidas paralelas
Estas cifras tal vez arrojan algo de luz sobre lo que le puede estar ocurriendo a Sirat, sobre las deserciones y la virulencia de sus detractores. Después de todo, 54.000 espectadores en solo un fin de semana son una multitud en un país muy poco predispuesto a acudir a las salas para inyectarse en la retina un cine distinto. En cierto sentido, Sirat podría estar muriendo de éxito. El premio internacional, la intensa campaña de promoción, la intrigante imagen de su director y el entusiasmo con que la está saludando gran parte de la crítica han despertado la curiosidad de un público que muy rara vez consume películas de este tipo. Es más, que en algunos casos ni siquiera concibe que existan películas así.
En los últimos años, los cronistas de los grandes festivales están recurriendo cada vez con mayor profusión a una etiqueta de largo recorrido que había dejado de utilizarse hace décadas: el “cine de la crueldad”. Uno de los últimos en merecerla, antes de que se produjese este revival contemporáneo, fue el austríaco Michael Haneke, autor de obras tan controvertidas (y crueles) como Funny Games, El vídeo de Benny, La pianista o El tiempo del lobo.
En realidad, el primero en teorizar sobre un cierto cine de la crueldad fue, allá por los años 60, André Bazin. Él atribuía esta pulsión sádica, esta misantropía intelectual y esta falta de concesiones a directores como Luis Buñuel, Alfred Hitchcock, Akira Kurosawa o Carl Theodor Dreyer. Hoy, se asigna de manera un tanto indiscriminada a cineastas del circuito internacional del gran cine de autor como Julia Ducournau (de Alpha, su última película, se ha dicho que es crueldad envasada al vacío), Nicolas Winding Refn, Gaspar Noé, Coralie Fargeat o veteranos que conservan intacta la beligerancia estética, como David Cronenberg o Paul Schrader.
Al Óliver Laxe de Sirat se le está asociando estos días con la onda cruel, tal vez por lo gélida y despiadada que por momentos puede resultar su película. Incluso para algunos de sus firmes partidarios intelectuales, Laxe niega a sus personajes toda compasión y los trata con una descarnada de falta de empatía. Sin embargo, también podría argumentarse, con Sontag, Biskind y (tal vez con Friedkin) que contra quien de verdad se proyecta la crueldad de Laxe es contra el espectador convencional y sin inquietudes, instalado en su zona de confort, poco acostumbrado a que violenten su retina y sus neuronas, que lo agarren por la solapa.
Tal vez en esa crueldad estética, concebida como antídoto contra el cine convencional y acomodaticio, es donde se encuentran la esencia y el corazón de Sirat. Es ahí donde los ha puesto Laxe. Y, al hacerlo, ha asumido el riesgo de que una parte de los espectadores, que no están dispuestos a ser interpelados de esta manera y a someterse a estímulos de este tipo (y, además, están en su derecho) abandonen la función mucho antes del final y despotriquen después de su cine en las redes sociales. A fin de cuentas, los que le rechazan no son su público. Se han asomado a su cine como turistas accidentales y, claro, han acabado escaldados.
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