John Travolta en la peor película de la historia: ¿qué ocurrió en el rodaje de ‘Campo de batalla: la Tierra’?
Hace 25 años llegó a las taquillas un proyecto pasional del actor llamado a renovar el género de la ciencia ficción y que Tarantino podía haber dirigido. En su lugar, permanece como uno de los más grandes desastres cinematográficos


Han pasado 25 años desde su estreno, en mayo de 2000, pero Campo de batalla: La Tierra (Battlefield Earth) conserva intacta su reputación de candidata a peor película de la historia del cine, a la altura de las más ilustres abominaciones perpetradas por Uwe Boll, Ed Wood o Juan Pinzás. Un usuario de Reddit le dedicaba estos días una frase elocuente: “He visto Lisztomania, Zardoz, Cats (¡dos veces!) y Glitter, todo lo que brilla, pero esta película supera todas mis expectativas”.
El hombre le atribuye incluso efectos estupidizantes y añade que solo aceptó verla después de agenciarse una copia de segunda mano, porque no quería darle a la Iglesia de la Cienciología, (presunta) propietaria de parte de los derechos de reproducción del engendro, ni un mísero centavo. No es el único detractor inmisericorde de la película. Otro dejó escrito: “No pude irme del cine porque la estaba viendo en mi portátil. Así que, directamente, me fui de casa”.
Battlefield Earth costó 44 millones de dólares y recaudó 29,7. De no haber sido por una sólida irrupción en taquilla que le permitió acumular 11,5 millones en su primer fin de semana, se hubiese convertido en una de las superproducciones más deficitarias de la historia. Los infamantes Razzies le otorgaron siete estatuillas en marzo de 2001, incluidas Peor Película, Peor Actor (John Travolta), Peor Actor Secundario (Barry Pepper), Peor Guion, Peor Dirección y Peor Pareja Cinematográfica (para Travolta y cualquiera que apareciese junto a él en pantalla).
Los chimpancés y los lápices de colores
El crítico Roger Ebert, un tipo, por lo general, bastante respetuoso y circunspecto, dijo de ella que “es como compartir una larga ruta en autobús con un viajero que lleva semanas sin ducharse: no es que sea mala experiencia, es que resulta desagradable en el más hostil de los sentidos”. Y añadía: “La vi con el corazón encogido, consciente de que estaba presenciando un acontecimiento histórico, la emergencia de una película tan espantosa que será motivo de chanza durante décadas”.

Rita Kempley, redactora del Washington Post, se vino muy arriba y afirmó que “ni un millón de chimpancés armados con lápices de colores podrían producir en un millón de años un espectáculo tan cretinesco como Battlefield Earth”. Leonard Matlin, en su célebre guía cinematográfica, tuvo la cortesía de destacar la “extraña, afectada pero francamente divertida interpretación de Travolta”, pero expresó su gélido desprecio por “el ritmo cansino, la trama torpe y adocenada, la sátira dislocada y las coincidencias inverosímiles”.
Tan nefanda resulta que los años ni siquiera la han convertido en objeto de culto o rehabilitación en clave irónica. En esta ocasión, las nuevas generaciones de espectadores y críticos, incluidos los más omnívoros, deacomplejados y guasones, han secundado sin matices el veredicto de sus mayores: sigue entre las peor valoradas excrecencias en Rotten Tomatoes (con un raquítico 3% de opiniones favorables) y su nota media en IMDB ronda el 2,5 sobre 10, en la franja del “muy deficiente”. Más aún, en esta era de proliferación de plataformas de muy diverso pelaje, nadie se ha tomado la molestia de recuperarla: no está disponible en ninguna plataforma española.
Sin perdón
¿Qué ocurrió? ¿Cómo es posible que una película distribuida por Warner Bros. en la que se invirtieron más de 40 millones de euros acabase generando una rechifla tan feroz y un rechazo tan unánime?
En un universo alternativo, Battlefield Earth pudo haberse convertido en la cuarta película de Quentin Tarantino tras Jackie Brown. Joe Eszterhas hubiese firmado el guion, MGM se hubiese hecho cargo de la producción y distribución y John Travolta se hubiese visto secundado por un reparto de estrellas, gente como Bruce Willis, Samuel L. Jackson y Uma Thurman. Hubiese sido “Pulp Fiction en el año 3.000” y “una versión mejorada de Star Wars”.

Así era al menos como Travolta la imaginaba. El actor de New Jersey se agenció en 1995 los derechos de adaptación de una de las novelas más célebres de L. Ron Hubbard. Lo hizo en nombre de la Iglesia de la Cienciología, culto contemporáneo al que Travolta se había adherido en 1975 y que supuso, según propia confesión, “un chute de energía espiritual” y un impulso decisivo para su carrera.
Después de todo, se trataba de llevar a la gran pantalla uno de los textos señeros de Hubbard, un individuo mercurial que siempre alternó su faceta de líder religioso con la de autor de superventas de la ciencia ficción y la fantasía. El libro nos sitúa en los albores del siglo XXX, en un planeta Tierra en que los seres humanos han sido diezmados y reducidos a la esclavitud por una especie alienígena de aspecto felino, los Psychlos, crueles guerreros e implacables extractores de recursos en los planetas que colonizan, la versión galáctica del Imperio Británico (o español). Hubbard dedicó alrededor de mil páginas a las peripecias de Johnnie Goodboy Tyler, miembro de una tribu troglodita que sobrevive a duras penas al abrigo de las Montañas Rocosas hasta que los Psychlos lo capturan y lo conducen a la colonia minera que han construido en el lugar que un día fue la ciudad de Denver.
La novela fue un éxito y el propio Hubbard se propuso llevarla al cine con ayuda de discípulos ilustres como Travolta, que fue uno de los primeros en leerla. Fox y MGM mostraron interés, pero el proyecto fue aparcado muy pronto, ya a finales de 1983, cuando se hizo público que Hubbard y su Iglesia estaban involucrados en la llamada Operación Blancanieves, un intento de infiltrarse en hasta 137 organismos gubernamentales estadounidenses para, según afirmó el líder, contrarrestar en la medida de lo posible las injustas campañas de desprestigio que estaba sufriendo la Cienciología.

Al descrédito del cienciólogo supremo se sumó muy pronto el del propio Travolta, uno de los intérpretes más taquilleros hasta finales de la década de los setenta, pero en franco declive tras el fracaso de sus proyectos posteriores a 1985. Ya en 1994, Quentin Tarantino acudió al recate ofreciéndole el papel del sicario de la mafia angelina Vincent Vega en Pulp Fiction. Animado por su esposa, la actriz hawaiana Kelly Preston, Travolta aceptó participar en una película en cuyo guion no creía por unos escuálidos (para él) 100.000 dólares. Aquella rebaja de caché le acabó reportando una nominación al Oscar al Mejor Actor y, muy especialmente, un nuevo amanecer para su carrera.
Travolta y su representante, Jonathan Krane, decidieron volcar su recién recuperado estatus en la adaptación de Battlefield Earth, que contaba ya con un guion preliminar pero había sido aparcada en varias ocasiones. Por entonces, el actor aseguraba que pretendía sacar el máximo partido a su “poder” en la industria: “Si no puedes utilizar tu posición en el negocio para hacer realidad las ideas que de verdad te entusiasman, ¿de qué te sirve?”.
Temporada de rebajas
El primer intento de cerrar un círculo virtuoso en torno a la novela de Hubbard fue pedirle a Tarantino que se hiciese cargo de la dirección. Travolta se reunió con su rescatador artístico e intentó convencerle de que la novela, pese al potencial estigma que podía suponer la firma de Hubbard, no tenía nada que ver con la Cienciología, que era ciencia ficción estimulante, inteligente y “no sectaria”.
Tarantino, pese a todo, declinó la oferta. El díptico Kill Bill era por entonces su principal prioridad. Así que los socios comerciales de Travolta, Franchise Pictures y JTP, insistieron en dejar la dirección en manos de una “promesa”, Roger Christian, que acababa de cumplir 50 años sin acumular más credenciales que seis películas menores y la participación como director de la segunda unidad en dos de las entregas de la franquicia Star Wars. A Christian, pese a todo, se le atribuía el diseño de la espada láser de lo caballeros Jedi y esa paternidad, no del todo confirmada, fue la que valió que le pusieran al frente de un proyecto de 44 millones de dólares.

El guion cayó en manos de otro pez fuera del agua, el comediante neoyorquino J.D. Shapiro, que había trabajado a las órdenes de Mel Brooks en la deliciosa Las locas, locas aventuras de Robin Hood, pero que mostraría un nulo interés por las parábolas futuristas de honda raigambre religiosa y, además, no se entendió con los productores. Eso sí, los destellos de humor que sobreviven en el guion definitivo, del que se hizo cargo Corey Mandell en cuanto el guionista original optó por desvincularse del proyecto, cabe atribuírselos a Shapiro.
A partir de ahí, Travolta y su agente empuñaron las riendas en una frenética carrera hacia el desastre. Completaron un reparto sin más alicientes obvios que la presencia (como villano adlátere, con un disfraz que produce desprendimientos de retina) de Forest Whitaker, un islote de genuino talento en un océano de intérpretes de poco relumbrón: Barry Pepper, Kim Coates, Kelly Preston y Sabine Karsenti.
A continuación, invirtieron una fortuna en un largo y accidentado rodaje en varias localizaciones de la provincia canadiense de Quebec y en isla coreana de Jenju. Trastearon hasta el delirio en un guion que perdía coherencia con cada nueva reescritura y, aún así, trató de mantenerse fiel al “trasfondo espiritual” de la obra de Hubbard, un supuesto canto al instinto prometeico y la capacidad de superación de los seres humanos.
El propio Travolta, convencido de que estaba ante el episodio decisivo de su trayectoria artística, recorrió el planeta a bordo de su Boeing 707 para descubrir entornos atractivos en que filmar, reclutar talento o enrolar a nuevos inversores. Peor aún: dio rienda suelta a las ínfulas autorales de un Roger Christian que, por ejemplo, se obcecó en filmar una escena tras otra recurriendo a planos holandeses, o sea, planos torcidos o inclinados. Un rasgo de estilo que, en palabras de Ebert, “el cineasta ha rescatado de películas mucho mejores que la suya, pero sin llegar a entender nunca cómo, cuándo y por qué hay que utilizarlo”.

En la recta final, Travolta asistió a una serie de proyecciones previas en California y Nueva York y constató que la película era acogida con mofa y desdén por un público que no daba crédito a lo que estaba viendo. Pero era demasiado tarde.
Tras una última ronda de retoques cosméticos, el potaje estuvo listo para ser servido en primavera de 2000. Se estrenó de manera simultánea en más de 3.000 cines estadounidenses y consiguió superar en su primer fin de semana la barrera de los 10 millones (en dura pugna con Gladiator, la película más taquillera del momento) antes de que las críticas mordaces y la pésima reacción de sus primeros espectadores acabaran saboteando su futuro.
Para el recuerdo queda, tal vez, la lisérgica composición del personaje de Travolta, un gerifalte galáctico de lustrosa pelambrera y espeluznantes garras que aúna sadismo, sentido del humor e incompetencia. No se pierdan el proceso mental que lleva a este villano de opereta, tan grotesco como pagado de sí mismo, a concluir que el plato preferido de los seres humanos son las ratas crudas.
Hay películas que purgan su propia desmesura, pierden el norte, naufragan con estrépito o incurren en el más bochornoso de los ridículos. Y luego está Battlefield Earth, que fue capaz de hacer todo eso a la vez y morir, por supuesto, en el intento.
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