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Salvador Gallego, el hombre que lo ha visto (y cocinado) todo: “Franco comía muy justito”

Con 80 años el dueño de El Cenador de Salvador es historia de la cocina en España y respetado maestro de chefs. Estuvimos en un banquete en su honor

Salvador Gallego

La visión era deslumbrante. Una mesa imperial decorada con faisanes disecados, enormes jarrones con flores y plumas de pavo real, fruteros con naranjas y granadas. Y la comida, un bufé servido en enormes bandejas de plata con recetas que parecían sacadas de otros tiempos: una enorme silla de ternera Orloff, esa preparación que creó en el siglo XIX el cocinero francés Urbain Dubois para el militar y diplomático ruso Alekséi Fiodorovich Orlov, amante de Catalina La Grande; codorniz de viña rellena de foie con compota de berenjena especiada; faisán al chocolate con puré de cítricos; pichón de Bresse con cigala, pato a la naranja...

Todas estas elaboraciones, hasta un total de 12, fueron hechas por Mario Sandoval, Sacha o Paco Roncero, en honor de Salvador Gallego, maestro y mentor de cocineros, por sus 80 años y los 40 de su restaurante, El Cenador de Salvador, en Moralzarzal, un pueblo de la Sierra de Madrid. “Cuando abrimos”, recuerda, “yo lo que buscaba era sosiego. Este era un pueblo muy tranquilo. Nada que ver con lo de ahora. Por aquí pasaba un coche de Pascuas a Ramos. Teníamos al lado una cañada real para el ganado. Era todo muy bucólico. A mí fue eso lo que me conquistó”. ¿No era muy arriesgado abrir en 1985 un restaurante de lujo en un lugar tan alejado de la capital? “Yo no veía el riesgo. Era mayor la pasión que sentíamos. Yo me he fijado siempre mucho en la tradición francesa. Y allí no se ponen límites. Recuerdo visitar un restaurante en un pueblecito pequeño del País Vasco francés. No había nada: una gasolinera y cuatro casitas. El servicio era exquisito y la comida, deliciosa. Y pensé: ‘Con toda la gente que hay en España a la que le gusta la buena cocina, ¿por qué no intentarlo allí?”.

Fuente de codornices de viña rellenas de foie.

Hoy, El Cenador de Salvador es un complejo que incluye un pequeño hotel y una escuela de hostelería. El comedor es clásico, de impecables manteles blancos y candelabros. Pero al principio aquello era muy distinto. “Era mucho más reducido. Abrimos con seis mesas. Eso no era nada más que un lugar para gozar y divertirte. Y así lo interpretó nuestro cliente. Se hizo fiel y tuvimos clientes de infinidad de sitios. A veces me pongo muy triste porque los recuerdo. Venían de Estados Unidos, Francia o Japón, pero ya no están”.

Hoy, reconoce, le es difícil renovar ese tipo de relación. “Me encuentro en una situación en la que necesito hacer clientela nueva, pero la juventud va por otros derroteros, no busca el buen servicio, buscan más que nada el ticket y optan por la cocina oriental. Son cocinas invasoras pero necesarias también. Son cultura”.

El chef Mario Sandoval sirviendo el barón de ternera asada elaborado para el homenaje al chef Salvador Gallego.

Salvador Gallego nació en Linares en 1945, pero cuando era casi un bebé su familia se mudó a Madrid. Empezó en la cocina muy pronto, con 16 años, en El Coto, un restaurante entonces indispensable y hoy casi olvidado. “Allí aprendí muchísimo y disfruté muchísimo. Trabajábamos la caza. La perdiz, la becada... Y cuando se acababa la temporada de caza nos dedicábamos al pichón”.

Las cocinas de El Coto eran las encargadas de los servicios para las cacerías a las que Franco asistía en el Castillo de Mudela en Ciudad Real. “Iba con todos sus ministros. Aquello era una mansión en la que se juntaban y tenían sus ágapes. Solía venir coincidiendo con la temporada de la perdiz, porque para la caza mayor se movían más por Andalucía. Montábamos tiendas de campaña y también la mesa. Se servía a la inglesa, como si los invitados no hubieran salido del salón. Los metres iban vestidos impecables. Nosotros montábamos cocinas de campaña. Era un poema mover aquellas cocinas inmensas. En aquella época Franco no comía demasiado. Llevaba siempre a su lado a un médico que era el que le decía qué podía comer. Yo recuerdo que podíamos hacer para él alguna merluza a la romana y algún consomé, pero comía muy justito”.

Una fuente de barón de ternera.

Es en aquella época cuando también conoció al futuro rey Juan Carlos I. “Le conocí cuando estaba en la milicia, lo que está haciendo su nieta ahora. Me acuerdo de la primera vez que le vi. En aquella época nosotros hacíamos muchas comidas para fiestas. Puestas de largo, por lo que fuera, porque sí... se estaban siempre inventando fiestas. Y estábamos preparando un bufé cuando empecé a escuchar: ‘¡Juanito! ¡Oye, que ha venido Juanito!’. Y yo pensaba: ‘¿Quién será ese Juanito?’. Y entra él, muy joven, de uniforme, con ese porte que tenía. Era su época dorada. Y todos alrededor de él haciéndole la ola. Nosotros le servíamos la comida que él quería porque había un bufé en el que había de todo. Luego le he servido en infinidad de ocasiones. Ahora me vienen a la memoria esos momentos. Fue una época fabulosa”.

Una fuente de pularda sufratada con farsa de cerdo ibérico.

Salvador Gallego recuerda casi todo. Y hay mucho que recordar. Aunque también es discreto. Intenta no dar detalles muy concretos, manteniendo ese respeto casi sacerdotal por lo que ha pasado en los restaurantes y las casas donde ha trabajado. Él vivió esas noches de las que ahora se habla tanto en las que una élite se movía con libertad, y dinero, por el Madrid franquista. En algún momento sirvió a Orson Welles o Ava Gardner. “Eso fue en un restaurante mítico al que iban todas las personalidades, Los Porches. Tenía una terraza en el Parque del Oeste, al lado del templo de Debod. Ya desapareció, lo tiraron. En esa época se daban cenas para 300 o 400 comensales todas las noches. Mi trabajo allí era de bufetier. La persona que monta los platos del bufé, y luego los sirve. Por eso me tocó ver a todas las personalidades, porque los cocineros estaban dentro. Mi jefe, que era el dueño de grandes restaurantes en Madrid, me tenía mucha estima y me decía: ‘Salvador, prepárate que hoy viene fulano’. Parece que estoy viendo por ejemplo a Agustín Lara. Todo un personaje, muy erguido. O al duque de Cádiz, Alfonso de Borbón, que iba mucho, y luego murió en un accidente. O a Orson Welles, que le encantaba comer. Se hacía una cocina de diez, de superlujo, estaban los mejores profesionales en la cocina”.

Fuente de bacalao bellavista.

En aquel momento, cuenta, se podía comer a la carta o de bufé. “La gente, para evitar esperas, y como había tanto, se decantaba por el bufé. Llegaban allí, le ponías un trocito de salmón, le ponías unas ensaladas variadas, les ponías salsas de todo tipo: tártara, rosa, de remolacha... de mil clases, que se hacían todos los días. Había una pequeña piscina llena de truchas vivas. El cliente, cuando pedía una trucha, la cogía él mismo con una cestita, se la daba al camarero, y el camarero la llevaba a la cocina y se la preparaban. Era otro mundo”, dice.

Aquel universo de lujo era tan otro mundo que incluso las cocinas de los hospitales eran distintas. Salvador Gallego fue jefe de cocina durante diez años de una de las clínicas más elitistas de Madrid, Los Nardos. “Allí los enfermos comían a la carta. Tenía a 20 cocineros trabajando conmigo”, recuerda.

Pero el lujo máximo lo conoció siendo jefe de cocina de la Casa de Alba en el Palacio de Liria. “Yo tuve la gran suerte de conocer al duque Luis [Martínez de Irujo, primer marido de Cayetana Fitz-James Stuart, Duquesa de Alba, fallecido en 1972]. Este hombre conectó conmigo muy bien y me dio mucho margen. Pero cuando murió la casa cambió mucho. Había cierta frialdad”.

Según se cuenta hubo un momento en el que las fiestas en el palacio de Liria eran fastuosas. “Era para haberlo rodado todo. Pero luego, cuando vi que aquello empezaba a bajar, me marché. Sin el duque, la duquesa comía siempre con una o dos personas. Los hijos iban de vez en cuando. En vida del duque hicimos muchas cosas, pero al final un cocinero allí no tenía salida para hacer gran cosa”. Recuerda, dice, los bufés, que eran similares al que se hizo para su homenaje. “El duque era procurador en Cortes y llevaba a muchos ministros y colegas. Se montaba allí una mesa imperial enorme, toda llena de platería, la mítica plata de la casa. Aquello era un espectáculo: los jarrones de flores, los faisanes, los pavos reales... Todo lo que se montaba allí era espectacular. Los pescados, lubinas o salmones, iban todos en bandeja. Montábamos también piezas más pequeñas de ternera. Hacíamos solomillos Wellington. Eso era para mí un entretenimiento. Yo me divertía y me lo pasaba bomba”.

Todos los cocineros, como manda el espíritu 'ancien régime', llevaban su gorro.

Haría falta un libro para recorrer toda su trayectoria. La etapa en el Café de París de Biarritz, “Allí se montaban unas mesas maravillosas. Flores frescas en cada mesa todos los días. A mí eso me causaba una sensación de pulcritud, de elegancia.. Y descubrí la cocina francesa, que es francamente inteligente. Hay platos allí que no olvidaré nunca como la lubina al Café de París, que era mágica y la hacía una persona concreta. Esa persona solo hacía lubinas”. O sus años en Inglaterra. Cuando se le montó una Feria de Abril en el Palacio de Congresos de Madrid al presidente Nixon. Cuando fue jefe de cocina de cruceros rusos o en el restaurante Medinaceli: “En su privado se coció gran parte de la Transición. Ahí se reunía el gobierno con los catalanes o con quien tocase. En los privados de los restaurantes se ha escrito la historia de España”. ¿Hay alguna cosa que le haya dejado mal recuerdo? “Quizás lo de Imelda Marcos [la esposa del dictador filipino Fernando Marcos, a la que atendió en una visita a España]. Lo que más me impresionó fue que quería latas de caviar de kilo. Y en aquella época aquí no se veía caviar por ningún sitio. Así que montamos los bufés con unas figuritas de hielo que se hicieron expresamente. Se ponía el caviar allá, latas de un kilo. Yo no sabía ni quién era ella. Y luego ya te enteras de quién es y piensas: ‘Estos canallas, comiendo el caviar a cucharadas y el pueblo sufriendo ahí lo que nadie sabe. Eso es quizás lo que más me marcó, como choque, digamos, moral”.

No hubo muchos postres en el banquete homenaje a Gallego: solo una tarta que no osaba competir con el bufé. “Quiero que cuente lo que ha sido”, dice Salvador al terminar la entrevista, “porque posiblemente sea el último de este tipo. Es una pena que esto se pierda, pero económicamente no hay forma de sostenerlo”.

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