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La Capa, el bar que quiere ser justo: “Lo normal es comprar una botella a 100 y venderla a 200. Nosotros la vendemos a 125”

Si entre los multiples modelos de restaurantes que nacen en el Madrid gastronómico hubiera que elegir uno, el de La Capa, en Carabanchel, sería el nuestro: respetar, innovar y no abusar de los precios

De izquierda a derecha, los tres socios de La Capa: Martin Philippe See, Arturo Romera y Antonio Tapia.
Abraham Rivera

En una calle anodina de la zona de Marqués de Vadillo, en el barrio madrileño de Carabanchel, se sitúa el restaurante La Capa (Condes de Barcelona, 8). Parece un bar de los de antes, con suelo de terrazo y paredes con panelado de madera setentón, pero las sillas recuerdan a las de cualquier bistró parisino. Se palpa el paso del tiempo, la magia y el encanto de lo que fueron las cafeterías y casas de comidas de barrio de hace medio siglo. Si estuviera en Nueva York no parece difícil que Scorsese se hubiera fijado en él para localizar alguna escena con la mafia como protagonista, pero sin embargo, aquí está, en un barrio trabajador, fuera del centro y de los focos gastronómicos de ese Madrid que deslumbra a todos.

“Carabanchel está en plena transición, así que hay bastante conflicto social”, explica Arturo Romera, uno de los tres propietarios, junto a Antonio Tapia y Martin Philippe See. “Hay nuevos vecinos y gente que ya estaba y ahora viene mucho a cenar. También hay quienes piensan que el barrio debería ser otra cosa. Pero bueno, la mayoría nos llevamos bien y hay buena relación entre todos”. See es el jefe de cocina, se encarga de toda la producción y del servicio y, junto a Romera, diseña el concepto de los platos, que siempre deciden entre los dos. Tapia está al mando de la sala y de la gestión en general: atención al cliente, reservas, temas administrativos... Aunque durante el servicio todos hacen un poco de todo. “Estoy en barra sirviendo ensaladillas, haciendo un steak tartar o recomendando vinos. Esto es una casa de comidas y aquí curramos todos a fuego”, explica Romera.

Resulta paradójico que, en un momento en el que cierran multitud de bares —según el INE el año pasado echaron la persiana 2.165 locales en Madrid, una media de seis al día—, los que abren en su lugar destruyan un interior con ambiente, historia, recuerdos y materiales que hoy son más valiosos que cuando abrió. Igual en parte por eso, estos tres chicos formados en el mundo de la hostelería y que disfrutan con el trabajo de camarero, se lanzaron a emprender. La oportunidad les ha permitido hacer las cosas a su manera, apostando por la cercanía y las formas de antes, aquellas donde se disfruta la sobremesa y los precios no se disparan.

Una mirada al ayer, pero que no deja de lado todo lo que sucede ahora. Siendo respetuosos con los horarios, los sueldos y los diversos requerimientos alimentarios de los comensales. Arturo Romera lo desarrolla: “La ensaladilla la hacemos vegetariana, por ejemplo, pensando en esa nueva generación que es un poco más consciente con el consumo de carne”. Lo que la hace especial, además de su textura cremosa, es que siempre lleva ralladura de algún cítrico. “Vamos variando según la temporada. Todo lo trabajamos con Todolí, un productor de Valencia que es una auténtica joya”, cuenta.

En la carta —cambiante, breve y que juega con las temporadas— hay tres platos que nunca se tocan: la mencionada ensaladilla, los huevos fritos con kokotxas al pilpil y el escalope de pollo. Tres formas distintas de dar visibilidad a una misma idea: que la sencillez, bien tratada, no sea un obstáculo. “La idea era tener varios platos icónicos de la casa, algo democrático, y que le pudiera gustar a todo el mundo”, describe de unas elaboraciones que funcionan muy gratamente. Comfort food de siempre. “Por ejemplo, el pollo es como una hamburguesa o una pizza, siempre entra bien. Además, es una proteína universal. Todo el mundo la entiende”.

Y luego está el vino. Una de las debilidades de los tres. Amantes de los vinos artesanos (que no naturales), aquí se abren botellas que en otro sitio estarían bajo llave. “Desde el principio fijamos un criterio: precio de coste más 25 euros”, dice Arturo. “Lo normal sería comprar una botella a 100 y venderla a 200. Nosotros la vendemos a 125”. De esta forma, una joya enológica como un Richard Leroy —productor mítico del Loira— puede terminar en una mesa de Marqués de Vadillo, servida en una cuidada copa Riedel, junto a un escalope. La carta navega entre lo raro y lo necesario, lo exclusivo y lo popular. Están los valientes, como Bárbara Requejo, en Gredos, con Las Pedreras, o Manuel Cantalapiedra, en La Seca, rescatando viñas viejas y variedades olvidadas. “Son jóvenes que están dándole futuro al campo español. Y eso también hay que defenderlo desde un bar”, cuenta Romera. “Hay quien viene buscando una botella única, y hay quien quiere un porrón por 15 euros y comer rico. Aquí hay sitio para los dos”.

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Sobre la firma

Abraham Rivera
Escribe desde 2015 para EL PAÍS sobre gastronomía, buen beber, música y cultura. Antes ha sido comisario de diversos festivales, entre ellos Electrónica en Abril para La Casa Encendida, y ha colaborado con Museo Reina Sofía, CA2M y Matadero. También ha presentado el programa Retromanía, en Radio 3, durante una década.
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