Sin calles, vallas ni jardines particulares: la utopía arquitectónica californiana que quiso cambiar el mundo
Los creadores de este asentamiento se negaban a parcelarlo y llenarlo de carreteras y casitas unifamiliares. 60 años después de su creación, visitarlo sigue siendo una experiencia única


Deja atrás San Francisco y conduce hacia el norte por la Pacific Coast Highway. En un par de horas y media, encontrarás a tu izquierda un pequeño edificio forrado con tablones de madera sobre el que se anuncia, pintado en sobria tipografía Helvetica de color blanco, que has llegado a Sea Ranch. Camina hacia el acantilado con cuidado. El viento puede soplar tan fuerte que acabe tirándote al suelo. El riesgo merece la pena, ya que el espectáculo natural es grandioso: las olas del océano Pacífico rugen y golpean las rocas, que se entreveran con prados dorados y bosques de secuoyas y cipreses, a menudo envueltos en una niebla tan densa que casi se puede masticar. Y ahí está: parece uno de los muchos graneros que has visto en tu camino hasta aquí, pero este está lleno de quiebros y ventanas. Resulta moderno y tradicional a la vez. Es el Condominium One, la primera construcción de un experimento inmobiliario que en 1965 quiso demostrar al mundo que la arquitectura podía ser una herramienta de transformación cultural.
Sea Ranch nació gracias a la visión de Al Boeke, un promotor que convenció a su empresa para adquirir 16 kilómetros de costa virgen en la más absoluta nada californiana. Su plan consistía en hacer algo que desafiaba la lógica suburbana y las leyes del mercado inmobiliario estadounidense de la época: construir un asentamiento destinado a la vida en comunidad que fuera sensible al clima y al paisaje de aquel lugar tan especial. Para ello, Boeke reunió a un grupo creativo heterogéneo y multidisciplinar. Arquitectos y paisajistas, artistas y constructores, diseñadores gráficos y abogados: todos unieron sus fuerzas para hacer realidad aquella utopía.
El plan era hacer lo mínimo para conseguir el máximo, que casi no se notara la acción humana. Habría muy pocas construcciones, todas concentradas en puntos específicos. Ni calles, ni vallas, ni jardines particulares. Lo mínimo. “Buscamos una sensación de lugar en su conjunto, de comunidad, en la que el todo sea más importante que sus partes”, repetía el paisajista Lawrence Halprin. En un país que fomentaba la individualidad a través de la separación de sus vecinos, los creadores de Sea Ranch se negaban a parcelar la tierra y llenarla de carreteras y casitas unifamiliares: querían crear un ecosistema de relaciones entre personas, naturaleza y territorio.

El Condominium One fue el laboratorio de esa ambición. Un grupo de jóvenes arquitectos de Berkeley, liderados por Charles Moore, proyectaron un conjunto de diez viviendas organizadas alrededor de un patio común. El terreno era complicado, con mucha pendiente, y el presupuesto muy ajustado, así que los dormitorios se dispusieron en altillos para maximizar el poco espacio disponible y los baños y las cocinas se concibieron como unidades estándar para minimizar los costes de fontanería. Los arquitectos desarrollaron un sistema modular que permitió proyectar 10 viviendas similares, pero no iguales: la atención al lugar hizo que cada una tuviera una relación diferente con la costa. Protegidas del viento por su propia geometría, las viviendas se agruparon en un solo volumen facetado, lleno de retranqueos, galerías, miradores, torres y huecos dispuestos estratégicamente para ofrecer a cada habitante un rincón propio, una manera distinta de mirar al océano. Lo colectivo y lo individual se reconciliaban en un solo edificio.
El experimento no se quedó en esa pieza inaugural. También se levantaron un puñado de viviendas unifamiliares, una tienda de comestibles, una oficina de correos, y un centro deportivo con piscina y canchas de tenis para los vecinos. En Sea Ranch, todo se construía de acuerdo con un mismo código estético que hibridaba lo moderno con lo vernáculo. Los edificios se revestían con tablones de apariencia tosca, tanto en interiores como en exteriores. Utilizaban secuoya roja, una madera abundante en la zona que, al no recibir tratamiento, adquiere con la salinidad del ambiente un tono gris. Esta evidencia material constituía una declaración de principios fundamental para el proyecto, ya que añadía un atractivo de accesibilidad y una conexión con los orígenes humildes del lugar.

Lo mismo sucedía con las cubiertas inclinadas: mitigaban el empuje del viento, pero también evocaban las formas de la arquitectura agrícola omnipresente en la zona. La diseñadora gráfica Barbara Stauffacher Solomon supo captar mejor que nadie aquella voluntad explícita de no domesticar el paisaje, de convivir con él. Ella creó el logotipo de dos olas que dibujan, a la vez, los cuernos de un carnero. Sea Ranch representaba no solo esta estética distintiva, sino también la mezcla de interés social y sensibilidad ecológica.
Esa filosofía dio lugar a los llamados Sea Ranch Principles, una tabla de mandamientos en positivo y en negativo que resumía la ética del proyecto: “Lo rural frente a lo suburbano”, “la diversidad frente a la uniformidad” o “lo autóctono frente a lo exótico”. Era la traducción arquitectónica del espíritu californiano de los años sesenta, donde bullían las protestas estudiantiles por los derechos civiles y la libertad de expresión, la contracultura de la Generación Beat primero y de los hippies después, los experimentos comunitarios y cierta fe en que el diseño podía cambiar la vida de las personas. Sea Ranch condensaba ese impulso en una propuesta de un nuevo modo de vida comunitaria y de respeto por la naturaleza.

A pesar de que el idealismo de Sea Ranch pueda parecer una simple expresión de un lugar y un tiempo muy concretos, su legado sigue vigente. En una época marcada por la crisis climática y por repensar los modelos de vivienda, conviene recordar cómo aquel equipo de creadores entendió que la buena arquitectura surge de la colaboración paciente entre disciplinas y del compromiso con el lugar. Ayer, hoy y mañana, hacer arquitectura significa también gestionar recursos comunes: la luz, el viento, los materiales, las vistas, el suelo, la convivencia. Lo que entonces fue un ensayo es hoy una urgencia.
Sea Ranch pudo repeler los envites del Pacífico, pero no los de la especulación inmobiliaria. Cuando los precios de la tierra se dispararon y las presiones legales sobre el acceso público a la costa complicaron la continuidad del plan, empezaron a aparecer casas en lugares donde el equipo creativo original había previsto que nunca debía construirse. Según el censo, en 2020 tenía una población de 1.169 habitantes. No obstante, visitar Sea Ranch sigue siendo una experiencia única. Todavía se siente esa impresión de conjunto. Los caminos no son calles al uso, y los coyotes, ciervos y pavos salvajes atraviesan los prados amarillos como si nada hubiera cambiado. Los vecinos están orgullosos de pertenecer a una comunidad que, incluso con sus contradicciones, mantiene un aura especial. El mar sigue golpeando la costa con la misma intensidad que hace 60 años y el Condominium One resiste, literalmente, contra viento y marea. Y nos recuerda que, hace tiempo en California, el paisaje no fue solo un telón de fondo, sino el origen mismo de la arquitectura.

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