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Columna
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Si no lleva trufa no lo llames trufa: el teatro de los aromas “naturales”

Hace tres días que todo a mi alrededor grita “trufa y lejía” de una forma que sólo los extractos de trufa sintética suelen provocarme

Trufa
Maria Nicolau

El ciclo de vida de una calabaza cualquiera pasa por nacer, crecer, transformarse en crema y desaparecer. Precisamente por esto, la calabaza es un fruto otoñal. Porque en otoño, a falta de gazpacho, necesitamos alternativas al combinado de cuchara y poco trabajo. Y lo que el ser humano necesita, la Naturaleza lo provee.

El martes cogí una calabaza, la convertí en crema y ya van tres días que en casa repetimos cena. Para despistar al aburrimiento y darle al cuenco un toque de distinción, ayer rescaté del armario un tarrito de “cosa gourmet”, comprado en una feria de artesanos medio por curiosidad, medio por solidaridad.

Hablamos de una salsa de tipo tartufata, una familia de pastas y patés aromáticos con alguna cantidad de trufa acompañada con setas, olivas, aceites o hierbas, que suelen venderse como complemento refinado capaz de elevar un simple plato de espaguetis o una crema de calabaza rudimentaria al estatus de Alta Gastronomía. Gracias a ellas, un mixto puede venderse por quince euros.

Desde esa cena a base de crema de calabaza con tartufata he vivido envuelta en una neblina turbia de efluvios y reflujos provenientes de mi propio cuerpo. Todo a mi alrededor grita “trufa y lejía” de una forma que sólo los extractos de trufa sintética suelen provocarme.

Pero ¿cómo puede ser, si el autor de esa “delicia gourmet” es un pequeño artesano con una web minimalista de tipografía helvética, fotografías con filtro sepia de campos de olivos y eslóganes como “autenticidad” o “sólo trufa real, sin aromas añadidos, libre de químicos, recolectada con respeto y amor por la tierra”? ¿Cómo puedo notar la lengua como si hubiese chupado una fregona si “cada cosecha de trufa es un regalo de la naturaleza”?

¿Me estoy haciendo mayor y el olfato y el esófago, mis fieles aliados, me están fallando? ¿Quizá esas sensaciones desagradables son cosa de la edad? La duda me dura lo que tardo en recordar cómo funciona el mundo. Y entonces aparece otro agotamiento. Un hartazgo aromatizado con indignación ante el uso y abuso inflacionario de palabras como artesano, territorio, raíces, natural o “respeto por la tierra” que últimamente colman todo lo que tenga etiqueta y se coma, y que solían significar autenticidad, trabajo, procedencia, conocimiento y legado, pero ahora hacen de envoltorio sentimentaloide para justificar precios de lujo para sucedáneos mediocres.

La tartufata que nos ocupa promete en la web del productor “una combinación irresistible de champiñones, olivas negras, aceite de oliva virgen extra y un 7% de trufa de verano de recolección propia”. Pero en la etiqueta del tarro que sostengo entre mis manos aparece todo eso y el comodín “aroma”. ¿Podría ser este aroma el de trufa natural que una esperaría encontrar en un tarro de 160 gramos a 15,95 euros? Podría. Pero vuelvo a la web, clico aquí y allá, y detrás de la pestañita “detalles” encuentro lo que busco: “una textura sedosa llena de trocitos de auténtica trufa, acompañada de un aroma natural desarrollado con ingredientes como la remolacha”. Todo lo que envuelve este potecito de cristal es una obra maestra del márquetin gastronómico contemporáneo.

Según el Reglamento (UE) 1334/2008, un producto sólo puede indicar que tiene aroma natural de trufa si el 95% de ese aroma proviene de trufa real. Detrás del “aroma natural” (sin la palabra trufa) de esa tartufata se esconde un proceso industrial de fabricación de compuestos aromáticos en un laboratorio a partir de fuentes naturales, en este caso, moléculas de remolacha fermentada, pero no de trufa. Si estos compuestos proviniesen de un derivado petroquímico, la ley obligaría a indicarlos en la etiqueta como “aroma artificial”, pero puesto que la remolacha es “natural” el aroma también.

Ese pequeño porcentaje del 7% de trufa permite incluir el paté de champiñones en la familia de salsas tartufatas, pero esa trufa ni siquiera es de la negra invernal, de mejor calidad y más aromática. Para compensar su insipidez y poder escribir en su etiqueta “con trufa natural” y “sin aromas artificiales”, la solución es el teatro de los aromas “naturales”.

Este preparado entra rozando el larguero en el marco de la legalidad, pero entra. Su aroma, por muy natural que sea, es mucho menos equilibrado y sutil que el de la trufa real. Esto provoca esa sensación irritante de invasión de los senos nasales. Si además la base que vehicula ese aroma es demasiado pesada o grasienta, entonces el conjunto provoca digestión pesada y reflujo.

Mis sentidos del gusto y del olfato no me están abandonando, pero la fe y la paciencia ante la trampa, el artificio y la impostura gastronómica hace tiempo que no sé dónde las guardo. Entre la trufa falsa y la calabaza de verdad, tengo claro con quién me quedo. Por ahora, y como en mi casa no se tira nada, me dispongo a liquidar la última ración de crema, que me va a saber a suelo de colmado recién fregado.

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Sobre la firma

Maria Nicolau
Es cocinera de oficio y por vocación. Durante más de veinticinco años ha trabajado en restaurantes de España y Francia. Autora del libro ‘Cocina o Barbarie’, prologado por Joan Roca en catalán y Dabiz Muñoz en castellano. Actualmente vive en Vilanova de Sau, Osona, donde ha conducido el restaurante de cocina catalana El Ferrer de Tall.
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