¿Por qué ya no mezclamos el vino con agua de mar?
Cada época y sus circunstancias marcan la alimentación de una sociedad. Ni el pasado fue siempre mejor ni esconde lo más interesante del recetario. Lo único que permanece es, precisamente, la constante del cambio


Uno de los desafíos de nuestros días que no afrontaban los profesionales de la cocina de décadas precedentes es tener que responder a entrevistas periódicamente. Desde que la gastronomía se popularizó, los testimonios de los chefs proliferan. Y como los expertos del fogón van de blanco como los médicos, su cuota de verosimilitud está menos debilitada que otras confesiones. Vivimos tiempos de jornadas interminables y velocidad tumultuosa, en los que una parte de la población no quiere echar horas entre pucheros y mucho menos averiguar si un cocinero ha reflexionado antes de hablar o si dispone del crédito suficiente como para que sus declaraciones sean tenidas en cuenta.
“Lo que perdura en cuanto a recetario es lo realmente interesante”, afirmaba un chef en una charla de esas que facilitan resbalar de manera inconsciente con creencias que tienen la suela desgastada como un zapato viejo. De entrada, se debería tener en cuenta que todo está en constante movimiento, que muda al compás que imponen acontecimientos, y justamente la alimentación es un claro ejemplo de ello. Siempre ha sido así, y por ello no nos tomamos en escudillas de cerámica los potajes, tipo gachas, que comían los iberos; no mezclamos agua de mar, hierbas y resinas con el vino como los griegos que pasaron por la Península; ni desplumamos los pollos en la ventana al viejo estilo medieval. Si el conocimiento sobre la humanidad, saber culinario incluido, lo hemos dividido en diferentes etapas históricas, es precisamente porque el contexto y las condiciones puntuales que lo definieron fueron mutando en ciclos que duraron más o menos, pero no permanecieron.
En la práctica, la línea de tiempo es una ruta por las transformaciones que han sufrido las sociedades en permanente evolución. El contrasentido es negarse a aceptar que, en muchos aspectos, la vida camina y se transforma al compás de sus necesidades. Aferrarse a la idea de que lo que perdura no está sujeto al devenir de los acontecimientos es no estar dispuesto a dejar escapar lo que ya se fue. Este desdoblamiento entre lo que se desea aislar para que sostenga un pretendido estadio y el natural movimiento de las cosas se manifiesta en la frase proverbial de que cualquier tiempo pasado fue mejor. El divorcio entre las opiniones y la realidad es algo evidente, y se vuelve obvio al destapar datos como los de la Fundación Española de la Nutrición en un estudio sobre la evolución de la alimentación de los españoles en el siglo XX. Según dicho estudio, a mitad de siglo, el 15% de la población no ingería las calorías necesarias; la dieta de la mayoría era rutinaria, basada principalmente en patatas, pan y legumbres, y no se consumían tantas verduras, frutas y pescado, siendo las proteínas animales exclusivamente el 6,3% de todo lo ingerido. Contrariamente a lo que pudiera parecer, la comida de los pueblos era mucho menos variada que en las ciudades, una realidad asociada al nivel de ingresos y al tamaño del municipio. A partir de la década de los sesenta, junto al aumento de la renta de las familias y la irrupción de nuevas políticas agroalimentarias se multiplicó la producción de carne y leche, que se incorporaron a las mesas. Entre los años setenta y ochenta se vivió una notable disponibilidad de alimentos que modificó la forma de cocinar y comer.
Que se haya instalado en el imaginario colectivo la idea de que nuestros abuelos seguían la dieta mediterránea no se ajusta a lo que vivía la mayoría. Desde entonces, ha cambiado la idea de familia, la configuración de los hogares, la manera de vivir y las conductas alimentarias. El influjo de las modas, las influencias e incluso las individualidades como querer cuidarse han llevado a la reducción del consumo de carne y al incremento de la ingesta de ingredientes que nunca estuvieron en la lista de la compra de nuestros mayores, como la rúcula, el aguacate o el salmón. En realidad, poco se mantiene más allá del cúmulo de creencias que dibuja un recetario inexistente para casi todos en el pasado, al que si retiramos los productos venidos de América y la inaccesibilidad de la proteína se volvería ininteligible. Lo único que perdura es el cambio y la necesidad de unas referencias que están tras todos esos nuevos sabores lentos que descienden al pasado remoto de las aspiraciones.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Sobre la firma
