Pasiones, deseos y búsqueda de la identidad con la gastronomía como telón de fondo
De la Inglaterra del siglo XVII a la China contemporánea, tres novelas para paladares inquietos

Un bosque frondoso. Dos niños perdidos. Una casa con paredes de pan de jengibre, tejado de azucarillos y ventanales de azúcar templado. Un deseo: devorarla. Así se podría describir uno de los pasajes más populares de la historia de Hansel y Gretel. En el fondo de este cuento popular alemán, dos pilares: el deseo y la búsqueda. Los mismos pilares en los que se sustenta la trama del libro Pan de Jengibre de Helen Oyeyemi (recientemente traducido por María Belmonte para la editorial Acantilado). La novela narra la historia de una madre, Harriet Lee, y su hija, Perdita, de un lugar imaginario, Druhástrana, de un pastel de jengibre, cuya receta única es mágica, y de una amiga a quien buscar, Gretel Kercheval. Ingredientes todos ellos necesarios para dar respuesta a muchas de las preguntas y sucesos que la madre vivió a lo largo de su juventud.
La narración discurre en un entramado de pequeñas historias, como si fueran las capas de un bizcocho, donde lo real se confunde con la fantasía, un escenario imaginario, perfecto para poner sobre las cuerdas de la narrativa temas como la maternidad, la búsqueda de la identidad, los recuerdos, la familia… Y todo ello, con una buena dosis de ironía y ambigüedad. “Harriet creía que el pan de jengibre podía decirte cosas. No de manera explícita, claro —no con palabras, no con frases—. Pero si lo amasas con suficiente cuidado y horneas con la atención de alguien que espera una revelación, entonces quizás, solo quizás, el pan te cuente de dónde vienes. O a dónde deberías regresar”.

La novela requiere la atención del lector, quien se verá implicado también en una búsqueda: la de los dobles sentidos, la que va más allá de las palabras, lo que no se cuenta, lo que se siente y se saborea.
El hecho de que una receta o un bocado sirva de leitmotiv para narrar una historia, no es la primera vez que ve en la llamada narrativa gastronómica. En este libro, el pan de jengibre simboliza la herencia, la vinculación madre e hija, la fantasía y el misterio. La búsqueda y la magia.
En el caso del libro La Emperatriz de los Helados, de Anthony Capella (Editorial Duomo Nefelibata) el helado sacude las subtramas espolvoreando esta historia de época con una buena dosis de seducción, reto, deseo y poder. La novela introduce al lector en el siglo XVII, en la corte de Carlos II de Inglaterra, donde la llegada de una joven, Louise de Kéroualle, con su joven cocinero italiano, Carlo Demirco Zanetti, revolucionará no solo los paladares reales sino los sentimientos. Esta es una historia de ambición, intereses, deseos y amor, donde la gastronomía juega un papel fundamental en el desarrollo de la trama: será el hilo con el que se tejarán las artimañas de sus personajes.

A grandes trazos, La Emperatriz de los Helados cuenta la historia de Louise, una bella joven de la nobleza francesa, que es enviada a Inglaterra para seducir a Carlos II con fines políticos. La emperatriz llega a la corte con su cocinero, quien pronto se ganará la atención de los nobles por su arte en la elaboración de los helados. Así, la novela juega con una doble seducción: la de los amores entre la emperatriz y el rey; y la de los paladares entre Zanetti, el cocinero, y el rey. El helado es más que un postre, es un símbolo de poder y seducción. Helado de limonada, sorbete de albaricoques, ratafía de nueces verdes, sorbete de fresas... La creatividad del chef no tiene límites y todo su saber lo plasma en el ficticio El libro de los helados.

La mesa como símbolo de unión, como lugar donde late lo cotidiano, como ese espacio de palabra y bocado, efímero como la comida que se sirve. Cuando la escritora china Lu Min escribió Cena para Seis (traducida al español por Ema Velázquez Burmester y publicada en España por Adriana Hidalgo-A.Hache) quiso poner sobre esa mesa a seis miembros de dos familias, sin grandes historias que contar, sin más ambición que mejorar su condición social. Una viuda, unos hijos adolescentes, un obrero en paro. Una mesa donde el lector nunca sabrá qué comen, porque la esencia del libro no es rebelar un recetario de principios del siglo XX, sino dibujar la situación económica de la sociedad China. Así, todo transcurre en un barrio sombrío de una provincia sin nombre, en una calle (Shizijie) que simboliza el cruce de caminos de seres a los que solo les une una cosa: el ascenso en la vida, el progreso económico y, por lo tanto, el éxito. Su prosa punzante y detallista lleva a una lectura con ritmo que a muchos ratos sumerge al lector en esa oscuridad y cerrazón en la que están sumergidos sus personajes. Los principales capítulos nos descubren cada uno de los protagonistas y su vida anodina, llena de altibajos de barrio en búsqueda de lo que son como familia, como vecinos, como desconocidos. Sus vidas entran y salen de la zona industrial donde parece que no sucede nada hasta que todo explota: “Dos y cuarenta y dos de la tarde del día 13 de abril: es necesario repetir este día y hora porque, al igual que los demás días y horas, no tiene nada de especial. Las personas vivimos haciendo todo tipo de acciones insignificantes en todo tipo de tiempos insignificantes. Como, por ejemplo, fumar un cigarrillo”. Y tras esa aparente nada, la autora reflexiona sobre el sentido de la vida y hasta dónde somos capaces de llegar para alcanzar lo que socialmente llama éxito. En 2012, la novela recibió el Premio People’s Literature Award en 2012, y en 2017, fue adaptada al cine.
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