Tempranillo y mejillones en Napa: la bodega con sello español que innova en California
Entre las más de mil marcas de vino de la región, en lo alto de una colina espera Artesa, una joya liderada por mujeres donde encontrar tesoros vinícolas poco comunes en la zona


La bahía de San Pablo trae neblina mañanera. Sigue haciendo fresco a primera hora del día en el valle de Napa, ese lugar al que su fama precede en cuanto a uvas y vinos, aunque la famosísima zona vinícola californiana, a menos de 100 kilómetros de San Francisco, apenas produce un 4% del vino de la región (y apenas un 0,4% del global). La calidad de su terroir, sus legendarias vides, sus reputados profesionales, pero también sus ansias de renovarse, de experimentar, y la capacidad de atraer a casi cuatro millones de visitantes al año la hacen muy poderosa. Y entre sus casi 500 bodegas y sus más de 1.000 marcas de vino, en lo alto de una colina en Carneros, su zona más apreciada, se alza una construcción blanca como el pico de un iceberg. Su entrada triangular en forma de A delata su nombre, pero no que allí se pueden encontrar tesoros poco comunes en la zona: albariños, tempranillos, incluso jamón ibérico y mejillones en escabeche. Es Artesa, una bodega de alma española en el corazón de Napa.
No es ninguna recién llegada. Artesa (que toma su nombre de artesà, artesano, en catalán) lleva haciendo marca España desde hace casi 35 años, cuando decidió instalarse en el valle californiano. El camino no ha sido fácil, cuentan sus responsables, la mayoría mujeres, pero están orgullosas de lo andado. Producen 360.000 botellas al año que los estadounidenses compran en supermercados y licorerías de todo el país, pero también en su propia bodega, porque reciben anualmente nada menos que 40.000 visitantes. Allí maridan los vinos con ese jamón, ese quesito manchego, su buena ventresca. Allí celebran la Feria de Abril o noches ibicencas. Y allí han conseguido convertirse, poco a poco, en una más entre sus vecinas de Napa.
Porque esa es la complicación de las bodegas napenses: diferenciarse para competir con sus hermanas, pero también hacer marca entre ellas y seguir alimentando el prestigio, vinícola y hospitalario, del territorio. Que quien vuele por la mañana en globo vaya a visitar desde mediodía tres o cuatro de ellas, a hacer catas, a cenar en el coqueto centro histórico de la ciudad, pernoctar y seguir con una galería de arte y alguna copa más de sus chardonnay y sus pinot noir al día siguiente.

“De nada te sirve que alguien diga ‘me ha encantado Artesa’ si no hay un colectivo”, reconoce Marta Echávarri, directora de negocio de la empresa. “Nos necesitamos unos a otros, es un proyecto de territorio, una marca y una labor colectiva”, añade. La pamplonesa comanda la bodega desde hace un par de años, con un equipo español, estadounidense y latinoamericano de 40 personas a sus espaldas. Tiene claro que todo grupo vinícola de calado —en este caso Codorníu, al que pertenece Artesa— debe estar en Napa, pero que va más allá de una simple imagen. Se trata de traer la esencia española, pero también de crear comunidad (tienen más de 3.100 socios en su club, a los que envían vino previo pago cinco veces al año y que pueden ir allí a beberlos de manera gratuita) y de convertirse en referente, tanto turístico como vinícola.
En la pata del turismo y la visita, Artesa es única en ofrecer ventresca o ibéricos, pero también en su barra y su zona de cata, realizadas con un elegante y vistoso azulejo hidráulico importado desde Cataluña para la ocasión. “Nuestro ADN es la marca España, cuando vienes aquí, lo ves. Son claves el vino, el maridaje, pero también el lugar. La gente busca la foto”, reconoce Echévarri, que sabe del valor de lo instagrameable. “Por ejemplo, cada vez hacemos más peticiones de boda, que incluyen hasta fotógrafo”, relata la mente pensante tras el proyecto, que quiere seguir experimentando con nuevos sabores o, por ejemplo, con los llamados 0%, vinos sin alcohol o que tienen un porcentaje mucho más bajo (en torno al 7% u 8%, la mitad del 14% o 15% habitual).

Para ello cuenta con la complicidad de la argentina Paula Borgo, que hace un año se trasladó desde las bodegas del grupo en Mendoza hasta las de California para seguir expandiendo sus vinos como enóloga de cabecera de la firma. Cuenta que aquí, en las colinas que rodean la propiedad y desde las que se llegan a divisar hasta los puentes de la ciudad de San Francisco, hay viñas desde 1991, cuando Artesa arrancó su andadura. Esas producen menos vinos pero “muy apreciados”, explica, de muy alta calidad, que ella combina con los más recientes. La oportunidad de hacer tempranillos y albariños es algo único en la región, y no descarta seguir experimentando con, por ejemplo, un vermú propio.
Bajo ese triángulo de la entrada, en las entrañas de la colina, se esconde el corazón de Artesa, donde se crean los vinos, se almacenan en barricas 100% de roble francés (“le da elegancia europea”, ríe Borgo) y se embotellan. También hay recipientes hechos de cemento. “Cada tonelería ofrece matices distintos”, explica la directora de enología y operaciones. Sus vinos pasan encerrados un mínimo de dos y un máximo de 10 años antes de ver la luz, explica, y aunque la mayoría son monovarietales, de una sola uva, a veces hacen mezclas, como uno con un 95% de chardonnay y una pizca de 5% de albariño.

“Siempre tenemos nuestro chardonnay, que gusta muchísimo, pero el público también se interesa por estas variedades no tan conocidas, y queremos ayudarlos a conocerlas”, explica. Para ella, Napa va más allá de “prestigio o lujo”, que también; es el epicentro de la innovación. “Se trabaja muchísimo, la verdad: la viña, la preparación, la poda, se varían las formas según las producciones… Hay un cuidado máximo en la elaboración”, reflexiona sobre la reconocida región vinícola.
En el interior de la montaña, Borgo sigue investigando entre pipetas y botellas mientras Echávarri, en el pico de ella, continúa en busca de nuevos modelos que atraigan al público a una bodega distinta, pero bodega al fin y al cabo. El sector, asume, vive “un momento de retos”. El consumo del vino global cae, de manera ligera, pero cae; el turismo, eso sí, sube. Con una generación entrante menos atada al alcohol, pero ansiosa de experiencias nuevas, Napa encara un momento en el que repensar el futuro. Quién sabe si el vermú, una foto y unas lonchas de jamón ibérico tendrán la respuesta.
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