Jordi Vilà, el cocinero de Barcelona que rechazó ir a elBulli y menea la cocina catalana
El propietario de Alkimia inaugura Al Kostat del Mar en la Costa Brava, donde sigue su reivindicación de la tradición culinaria y no descarta que sea un modelo replicable


Entre inquieto y obsesivo, Jordi Vilà es de esos cocineros que no para quieto. Ha sido así desde sus inicios. No pasó más de un año en cada sitio que trabajó antes de montar su primer restaurante en Barcelona a finales de los noventa, El Abrevadero, con Sònia Profitós, su mujer.
Nos recibe en su flamante restaurante Al Kostat del Mar, dentro del Hotel Finca Victoria, que se inaugura este fin de semana en la cala Sa Riera de Begur, uno de los rincones más solicitados en verano de la Costa Brava. Durante la conversación salen a relucir todos sus proyectos: desde el más personal Alkimia, con una estrella Michelin, hasta la cocina cotidiana de Al Kostat y la tradicional de Vivanda, con su extensión con una tienda de comida para llevar Va de cuina, y el asesoramiento de los restaurantes de Moritz. Sus proyectos van en una dirección: menear la cocina catalana, convirtiéndola en una prioridad.
Debido a su obsesión por ser un cocinero que cocina, que es lo que verdaderamente le gusta hacer, siempre había estado muy agachado pendiente de los fogones. Pero, desde hace un par de años y gracias a la ayuda de Uri Costak, está entrando en el terreno de la hermenéutica culinaria. Su motivación no es otra que la cocina catalana, de la cual se ha erigido en un ferviente defensor, junto a otros cocineros que están abanderando una reivindicación de la tradición.







Pero para llegar a sacar pecho han tenido que pasar muchas cosas, como haber nacido en 1973 en casa del farmacéutico del Papiol, un pequeño municipio del Baix Llobregat, a las puertas de Barcelona. Mientras su padre llevaba con exigencia el orden de un dispensario, su madre era la tradicional ama de casa que cocinaba muy bien para la familia, alborotada por cinco hijos. Todos hicieron carrera y alguno siguió los pasos del padre, pero Jordi era de los que no encajaba con los estudios reglados y ya de adolescente le picó el gusanillo de la cocina. “Veía a mi madre cocinar y silbar, y además me encantaba comer”, recuerda ahora, pero los fogones de casa ni los había tocado.
Un poco con la misión de sacarle aquella idea de la cabeza, su padre le mandó a trabajar con 14 años a la pastelería Baixas de Barcelona. Como suele pasar, la idea surgió el efecto totalmente contrario porque, a pesar de los madrugones, el Jordi adolescente encontró un espacio adulto donde desempeñarse y regresaba a casa encantado con todo lo que aprendía. Entre chocolates y hojaldre, se le encendió todavía más la chispa de la cocina. Así que se fue a estudiar Hostelería a la escuela Joviat de Manresa, mientras empezó a aprender las bases de aquel oficio, haciendo prácticas en algunos sitios como la cocina en un hotel de Sant Just u otro en Sitges, donde se pasó horas cortando verduras. Pero no se queja, lo defiende. “No quiero ser un nostálgico, pero tienes que tener los dedos machacados de cortar cebolla”, reconoce sobre estos inicios.

Cuando terminó los estudios se fue a Casa Irene en la Vall d’Aran, que tenía una estrella. Allí conoció a Sònia, de quien ya no se separó. Se quedó con la partida de pastelería y fue una temporada a tope. Allí aprendió los límites del oficio, reconoce. No tenía ningún día de fiesta, trabajaba muchas horas y al terminar también salía mucho, de fiesta de pueblo en pueblo. “Fue mi temporada más bestia e intensa”, recuerda. Allí entendió qué camino no quería seguir, que era muy habitual en la época, con un trabajo tan intenso y un ambiente joven.
No ha pasado más de un año en ningún restaurante, siempre sediente de algo nuevo. Entre los que no guarda un buen recuerdo cita Neichel, que tenía dos estrellas cuando él entró. “Sin entrar en detalles, fue una mala experiencia, era un lugar de disciplina al estilo francés de entonces”, lamenta. Pero allí ya había cogido la senda del conocimiento y empezó a buscar dónde seguir aprendiendo. Casualmente, su amigo Isaac Monzó (Cal Trumfo) le animó a ir al Vivanda, donde era jefe de cocina. De él aprendió mucho y también de los libros de cocina de Josep Lladonosa. Además, saboreó la libertad en la cocina. “En el Vivanda me encuentro con mi cazuela y me hago cocinero. Empiezo a tener aciertos, como unos pies de cerdo guisados que gustaban mucho”.
Su inquietud permanente le llevó Cal Rei, el restaurante de Joan Piqué en Platja d’Aro que, por aquel entonces, “era una referencia, compitiendo con Joan Roca”, recuerda. Consiguió una estrella haciendo cocina de autor, profundizando en el mar y montaña y llevando a los comensales a disfrutar. Cuando salió de allí, hacia 1997, Oriol Castro (Disfrutar) le ofreció ir a elBulli pero lo rechazó. “No me arrepiento, pero a veces pienso qué habría sido de mí si hubiera ido”. Recuerda que era un lugar que le encantaba, “se estaba haciendo algo revolucionario”, pero le pareció demasiada presión. Así que intentó ir a Can Fabes, el templo de Santi Santamaria que también tenía tres estrellas en Sant Celoni. No pudo ser porque le aceptaban solo de prácticas, y él ya tenía calle (o cocina).
Así que el destino le llevó de vuelta a Barcelona, al Jean Luc Figueras. “Por primera vez estaba en un restaurante donde la excelencia de la cocina se reflejaba en la sala y donde encontraba una disciplina bien entendida”, rememora. Pasado un tiempo, con Sònia, soñaron con viajar a Francia e Inglaterra unos años, y probar a trabajar en restaurantes de allí, pero les llegó la primera posibilidad de abrir un restaurante propio, El Abrevadero. Contrató a su amigo Oriol Rovira, que todavía no había abierto Els Casals, y empezó a hacer la cocina que quería, pero la clientela no le acompañó y la cosa no acabó bien. “Fueron cuatro años de miseria, no teníamos un duro y no llenábamos. Salí de allí con mis cuchillos, dos ollas y un cuadro”.

Ese episodio hizo mella en su mente y su cuerpo. “Me despertaba a las tres de la mañana y me iba a correr a Montjuïc”, reconoce ahora sobre la ansiedad que se apoderó de él en esa época de incertidumbre. Pero en aquel momento negro, que andaba un poco deprimido, la familia salió al rescate dándole todo el apoyo económico que necesitaba para abrir su primer restaurante totalmente propio en 2022 junto a Sònia: Alkimia en la calle Indústria. “Fue un éxito desde el principio y en 2024 nos llegó la estrella”. Servían algunos platos del anterior restaurante que aquí encajaron mejor, como el famoso chupito de pan con tomate, las judías con infusión de arenque y caballa o la brandada con setas y crestas de gallo. “Fue la hostia, no lo esperaba”, enfatiza. El teléfono no paró de sonar y ahora entona el mea culpa de no haber gestionado bien esa avalancha, descuidando a clientes fieles.
Este reconocimiento le llevó a salir en Lo mejor de la gastronomía española, de Rafael García Santos, y también en el aclamado reportaje de The New York Times Magazine con Ferran Adrià en portada. En el artículo The Nueva Nouvelle Cuisine no solo salía elBulli, también otros restaurantes catalanes, entre ellos Alkimia. Después del boom, el suflé bajó un poco, pero su Alkimia ha seguido siendo un restaurante de referencia en la ciudad. Con el tiempo y gracias a la colaboración con Moritz, trasladó el restaurante a la Fábrica Moritz, en la Ronda Sant Antoni, en 2016, en un primer piso tras una discreta puerta de madera. Al lado de su hijo más creativo, nació Al Kostat, donde “recoge el pasado para llevarlo al presente con poca intervención”. En este restaurante, más popular por oferta y precio, honra la tradición de la cocina catalana elevando un plato sencillo como la judía y patata con butifarra a una delicia o se ha atrevido a dar rienda suelta a la escudella, con una escudella de carne de caza o una de mar, donde no faltan pelota, butifarra, legumbres o pasta.

Sentado en el tranquilo patio de Al Kostat del Mar, Jordi Vilà no esconde que es un concepto fácilmente replicable en otra comarca catalana. Cuenta que sigue disfrutando de su cocina porque hace lo que le gusta comer y eso, a veces, pasa por renunciar a tendencias e ir a una simplificación de los platos. Cree que es ley de vida del cocinero. “Cuando somos jóvenes necesitamos mostrarnos y ser disruptivos. He hecho muchos platos horrorosos que ahora los recuerdo y los veo un desastre, aunque a lo mejor funcionaron en su momento. Pero ya no tengo la necesidad de demostrar nada”. Solo quiere disfrutar. Y le gusta hacerlo reivindicando la cocina catalana. Con ese objetivo ha publicado un Manual de Autodefensa de la Cuina Catalana, que de forma simpática reivindica los platos tradicionales frente a los foráneos que invaden la ciudad, y que pronto tendrá una versión extendida en formato de libro. Jordi Vilà ya no se esconde detrás de Alkimia. Su nombre reluce en cada nuevo paso que da y quiere “fijar con los clientes la cocina catalana”.

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