La última cerería que vende dulces en España, algo común en el siglo XIX
Donézar lleva más de 170 años adaptando su doble actividad a los nuevos tiempos en el casco histórico de Pamplona


Una señora curiosea por el expositor de cirios mientras otra paga sus pastas de té y pide a la dependienta unos caramelos a granel, quizás para sus nietos. Solo hay una tienda en toda España donde ambas acciones pueden desarrollarse simultáneamente: la confitería y cerería Donézar, en Pamplona (calle de la Zapatería, 41), la última superviviente de un tipo de negocio relativamente común en el siglo XIX, conjunto intersección de dos actividades complementarias, para subsistir todo el año.
“En verano no se pueden fabricar velas, por el calor, pero sí confitar fruta o hacer chocolate”, argumenta el propietario, Joaquín Donézar Polo, de 43 años. Igual que antiguamente era frecuente que el heladero en julio fuera castañero en noviembre. Hasta donde él sabe, los maestros confiteros y cereros no han tenido nunca colmenas de abejas, pero sí han estado tradicionalmente en contacto con los apicultores, suministradores de miel para sus dulces y de cera para sus velas.

“Mañana haré velas y pasado, confitería”, explica con naturalidad. Para ejercer el primer oficio, subirá al taller, en el piso de arriba, y se pondrá con el noque, que es el recipiente que contiene la cera líquida. Irá sumergiendo las mechas, tensas gracias a que están atadas a contrapesos, en esta suerte de baño maría, para que la cera se adhiera a la cuerda, capa a capa. Es un mecanismo muy artesano, pero supone toda una innovación respecto a la rueda, anterior a la Revolución Industrial, y que aún utiliza. “Era de mi abuelo”, dice orgulloso. Se trata de una rueda sujeta al suelo y al techo por un eje. Calcula que, con ella, dos personas pueden moldear unos 12 kilos de cera al día; con el noque, alrededor de 100 kilos.

El obrador, situado en una sala contigua a la tienda, fue reformado en 2019, y presenta un aspecto más moderno. Nevera, amasadora, batidora, una mesa central de trabajo. Y el horno, del que salen rosquillas fritas, pastas de té, y una amplia gama de chocolates, que es una novedad introducida por Donézar Desojo, padre del actual maestro confitero y cerero. “Teníamos problemas con el dulce de membrillo; los frutos, o eran muy grandes, pero olían poco —en realidad son injertos, llamados membrillas— o eran arrugados y tenían un aspecto feo, pero con mucho sabor. Así que mi padre compró un campo y plantó sus propios membrillos, más otros frutales”, revela. De ahí procede la materia prima de las confituras, una de las especialidades de la casa.

En Navidad elabora turrón. Por San Fermín, San Blas y Semana Santa, piperropiles, que son unos dulces típicos, con canela y forma de lacito, que antaño preparaban las mozas para el mozo que les gustaba. Cuando la novelista Dolores Redondo presentó su Trilogía del Valle del Baztán, en Madrid, lo hizo acompañada de unas tortas de Chanchigorri encargadas en Donézar.
Donézar Polo es la cuarta generación de la familia Donézar al frente de esta tienda emblemática, en pleno casco histórico de Pamplona; la sexta si se cuenta desde que fue fundada, en 1853, por el empresario José Ochoa; la heredó su hijo, que se la vendió al bisabuelo del actual dueño. “Quien quería montar uno de estos negocios tenía que acudir a la Cofradía de Chocolateros y Cereros de la ciudad y pasar un examen, consistente en fabricar un juego de hachas [vela cuadrada de 1,60 metros de largo, con la que se procesiona] y una tanda de bolaos [azucarillos]”, rememora. Su abuelo le contaba que, durante la gripe española (1918), su padre vendía bizcochos de soletilla, que llevaban huevos, para fortalecer al paciente, y bolaos, que se disolvían en agua para bajar la fiebre, según la creencia popular. Eran los únicos remedios a mano para combatir la enfermedad.

No hace falta conocer su biografía para saber que Donézar es un comercio con solera. Basta con traspasar su umbral y contemplar las vitrinas, los suelos y el mostrador de madera. El peso de su historia se hace más patente aún cuando su propietario comienza a relatar anécdotas que se remontan a dos siglos atrás. Como la del célebre tenor decimonónico Julián Gayarre, que, a los 15 años, dejó su Roncal natal (al noreste de Navarra) para trabajar como dependiente en este establecimiento, cuando lo regentaba Ochoa hijo. Hasta que un día salió, embelesado, detrás de una banda de música que pasaba por la puerta, abandonando su puesto, y siendo despedido por ello.

“Yo me jubilaré aquí, pero mis hijos [de cuatro y seis años], que hagan lo que quieran”, responde Donézar Polo cuando se le pregunta por el relevo generacional. Para atraer a la clientela más joven, desde hace seis años vende online, y hace escasamente dos abrió su segundo despacho, en el barrio de Iturrama, al que resulta más fácil acceder en coche. Ha diversificado su oferta gastronómica con caramelos, garbanzos y frutos secos tostados en su obrador, snacks saludables como batata andina, orejones o frutas deshidratadas.
Factura cirios para Semana Santa —tiene como clientes a hermandades del Norte de España, alguna del Sur—, pero también velas aromáticas, a base de soja, y presentadas en vaso. “Mi bisabuelo vendía velas para las iglesias y las casas, hasta que llegó la luz eléctrica. Yo hago velas para restaurantes, y para películas, porque me adapto al tipo de mecha que buscan: poca o mucha llama, alargada o más redondeada…”, compara. “Cada uno, en nuestro tiempo, hemos ido innovando”, concluye.
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