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HISTORIAS DE AMOR
Tribuna
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Un amor de verano de... Marwán: ‘Fuera de temporada’

El cantautor y poeta recuerda una de esas relaciones con fecha de despedida que, tiempo después, da la sensación que no sucedió del todo

Un amor de verano de... Marwán: ‘Fuera de temporada’

Vivir un amor de verano. ¿Qué podría definirlo? ¿La sensación de plenitud o la inminencia del consabido final? ¿La urgencia por apurar las horas de cada noche juntos, conscientes de que la cuenta atrás está en marcha, o la calma hallada en cada encuentro jadeante sobre el cuerpo de nuestra amante? En nuestro imaginario sentimental siempre han estado estos amores en la cima de la pirámide de los romances. El motivo lo definía exquisitamente bien, en una sola frase, mi amigo Rafa Pons: “Qué pronto se olvida que un flechazo es una herida”. En los amores de verano esa condena se eleva a la máxima potencia. En el mismo disparo que Cupido nos lanza, además del enamoramiento meteórico y las horas deliciosas, está escrita la fatídica fecha de despedida. Septiembre nos lanzará, a ti a tu ciudad, a mí a la mía. El otoño, con sus mandatos, nos expulsará del paraíso.

Así sucedió en mi adolescencia con los amores de verano que viví: tú te quedas en Galicia, yo regreso hacia Madrid, se acabó la fiesta. Éramos tan fugaces que aquello era eterno. Quizá por esa transitoriedad, quizá por su carácter efímero, por la escasez de momentos compartidos, estos amores son verdaderas estrellas fugaces que atraviesan nuestra noche para llenarnos de luz y belleza. Relámpagos que nos dejan después el recuerdo emocionado y esa sensación de dulce dolor de quien ha rozado el milagro y se lo han arrebatado en un momento.

Da la sensación de que los amores de verano son un paréntesis en la existencia, otra vida insertada en medio de esta vida gris, un trallazo de color en 4K, el descanso entre el descanso, la tregua irrepetible. Los amores de verano son incomparables porque un tiempo después da la sensación de que no sucedieron del todo. Su brevedad, el no haber agotado el sentimiento sobre la carne del otro, nos proporciona una sensación de extraña orfandad, de irrealidad, de sueño difuso. Se quedan en la memoria como un borrón extraño, con ese pigmento sepia de las cosas que no se pueden repetir. Pasa igual con todo aquello que se fue para no volver: la infancia, los años de universidad, la emoción de esos primeros libros de aventuras, los recuerdos en el patio, las inolvidables canciones de las cintas de casete de los años ochenta, el primer beso...

Cuando uno piensa en esos amores, con el paso del tiempo, da la impresión de que los hubiera vivido otro diferente. Dejan una marca tan nuclear y, a la vez, desaparecen tan rápido, que uno tiene la sensación diaria de ser ese tipo de las películas que despierta dándose cuenta de que las dos horas de metraje habían sido un sueño. Es como si la vida nos convirtiera de golpe en Clint Eastwood y Meryl Streep en Los puentes de Madison y nos condenara de golpe a ser, a la vez, el protagonista de Memento. Lo has vivido, pero no lo suficiente. Se grabó en tu mente, pero no lo suficiente. No logras recordarlo del todo o quizá no quieres, para que el pasado no pinche en hueso. Tras vivirlos, y tratar de recuperarlos en vano en la memoria, quizá solo quede agradecer por habernos permitido formar parte de la eternidad esas pocas noches. Pero algunos —entre los que me incluyo—, si probamos al amor entre nuestros labios somos incapaces de dejarlo ir fácilmente. Nos convertimos en perros de presa, mordemos y no soltamos. Entramos en la obsesión de convertir esos amores de verano en amores también de invierno.

La obstinación por volver a sentirlo nos lleva por estaciones de trenes, carreteras, peajes y aeropuertos. Somos la resistencia, nos oponemos a lo inexorable, no estamos hechos para renunciar, queremos disecar el momento. Y así lo hice. Hace 25 años acabé yendo, cada pocas semanas, a Galicia, con mis veintipocos, con el corazón en un puño durante toda la semana pidiéndole a Cupido que aún no lo agotara, que nos diera otro encuentro, que me dejara probar de nuevo esas cerezas que el verano me trajo hasta la boca, sabiendo que sería difícil —y quizá irracional— pedir una fruta que en ese momento ya estaría fuera de temporada.

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