Un amor de verano de... Alana Portero: ‘Greta y el soldado’
La escritora aborda el final de una vida y un amor desgraciado

A Greta la llamaban la Gaspara desde que llegó a Madrid, las cabronas de sus compañeras de la calle Ballesta se lo pusieron por el color pelirrojo de una barba que le costó mucha cera y mucha pinza quitarse. “Echo de menos que me sangre la cara”, solía decir, tardé en entenderlo, hasta que pasé yo misma por los rituales travestis y supe de lo sagrado del dolor y la belleza. El verano en que la conocí, la vida se le terminaba ya, Greta entraba y salía del hospital de La Paz, un cáncer de estómago se la estaba comiendo viva, menguaba de tamaño como si en lugar de muriendo estuviera desvaneciéndose. “Maricón, qué cansado es morirse, y encima estriñe”, decía encendiéndose un cigarro detrás de otro. Carmen La Chochomoro, la única de las ballesteras que ahorró para hacerse una vaginoplastia en Casablanca, cuidaba de ella; cincuenta años de amistad, de esquina y de café con porras al amanecer, las habían hecho hermanas. En tiempos de la ley de peligrosidad social, cuando una entraba en la cárcel, la otra le echaba un ojo a la casa, le regaba las plantas, le pasaba una fregona y le dejaba la cama hecha y tabaco en la mesilla el día antes de la liberación. En su presencia yo procuraba no hablar demasiado, acaso les hacía alguna pregunta bien pensada para provocarles la conversación, cosa que no era muy difícil, eran homéricas, les gustaba narrarse y lo hacían con habilidad, tenían la emoción en la garganta, como las buenas actrices, no en el pecho; el llanto les venía fácil y también se reían como guacamayos, con la boca muy abierta. Les ponía su cafelito con galletas y les controlaba el chorro de brandy, a su lado se me pasaban las horas volando. Adoraba esperar la caída del sol junto a ellas y encender la primera luz cuando ya casi no se veía en el interior de la casa de Greta, un pisito en Canillejas bastante apañado “y, sobre todo, limpio y mío”.
Era principios de julio del que sería su último verano, y Greta se empeñaba en salir a la terraza las primeras horas de oscuridad. Apenas se tenía en pie. Se apoyaba en la barandilla, miraba a la calle y fumaba ausente. Cuando le parecía, pedía ayuda para entrar, después Carmen y yo le dábamos una ducha, le poníamos crema, “bien de colonia”, bálsamo en los labios —los tenía destrozados por la medicación— y la acostábamos. Antes de dormirse, le susurraba algo a La Chochomoro con una tristeza que nunca le escuchaba durante el día. “No viene el soldado”. Su acento de la sierra de Sevilla se marcaba de un modo conmovedor al pronunciarlo. Como si una versión joven de sí misma volviese a habitarle el cuerpo. Su amiga improvisaba un gesto de resignación, le agarraba la mano y Greta caía en un sueño cada vez más pesado. Iba ensayando la muerte y siempre entraba en ella con una pena callada.
“El zordao era un muerto de hambre que estaba haciendo la mili en Colmenar Viejo. Estando de permiso pasó por Ballesta más caliente que la gorra de un panadero, se fijó en ella y se la llevó a una pensión todo el fin de semana. Eran dos criaturas. Desde entonces lleva mi Gaspara media vida esperándole. El mamarracho le prometió volver a buscarla el verano siguiente para irse juntos a Suiza, por lo visto allí sí se podía. Eso le dijo. Una milonga. Así que, todos los años, desde finales de junio hasta mediados de julio, Greta no falla su ratito de espera en la terraza, en la calle o donde le pille. Cuando las mujeres como nosotras nos enamoramos nos volvemos locas. La idea del amor nos convierte en unas desgraciadas”.
Muy poco tiempo después de que Carmen me contara la historia, Greta no pudo levantarse más. “No me quiero morir en el hospital, tú ponme bien de colonia y aquí me quedo”. Apenas reconocía ya su propio mundo. Cayó en un abotargamiento metálico durante un par de días, las chicas de Ballesta que quedaban vivas pasaron a despedirse el primero de ellos; la mañana del segundo, Carmen le soltó la mano por primera vez en semanas e incomprensiblemente se fue de allí. Me quedé a su lado mientras se deslizaba en la oscuridad, sin entender por qué nos había dejado solas.
La última madrugada llamaron al timbre, yo me asusté y ella también, salió de la envoltura de la noche con un gesto de molestia. Tardé en abrir, cuando lo hice, vi antes el uniforme que el rostro de quien lo llevaba. Chaqueta y pantalón verdes, bien planchados, mucha medalla, mucha charretera y mucha chapa dorada. Para ser un general del Ejército de Tierra se había pasado con el relleno de labio y de pómulo, entró directamente al cuarto de Greta y se encerró con ella, conocía la casa mejor que yo. Cuando volvió a abrirse la habitación, el general Chochomoro lloraba sin hacer ruido y Greta, con los labios pintados de rojo, descansaba tranquila en un lugar en el que ya no nos necesitaba a ninguna de las dos.
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