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RELATOS
Tribuna
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Un amor de verano de... Itziar Miranda: ‘La señora Matilde’

La actriz y escritora recuerda a una vecina que no fue madre, ni amiga, ni maestra, pero fue refugio. Le enseñó a pelar la fruta con paciencia y a no rellenar los silencios

Ilustración de Pau Valls.

Nuestra casa era un caos funcional. Siempre estaba llena de gente que entraba sin llamar, que se sentaba sin pedir permiso, que hablaba de Russell, de la lucha obrera, de Antonioni o de si el alma existía o era un residuo romántico.

Mi madre era poeta —no poetisa, decía ella parafraseando a Gloria Fuertes: “que se llamen ellos poetos”—. Escribía versos en servilletas, en márgenes de periódicos, en los tickets de la compra. Tenía la mirada fija en lo invisible, en eso que se mueve detrás de las palabras.

Mi padre, médico rural, de los que lo mismo cosían una brecha que evitaban un suicidio, se pasaba la vida de guardia, cruzando campos de madrugada. Él me enseñó que la tristeza era elegante, que no había pensamiento profundo sin una sombra detrás. Y yo crecí aprendiendo a llorar con Cioran y a callar con Sagan. Cuando nos veía demasiado felices, nos leía a los existencialistas como quien lanza cubos de agua en mitad de un incendio. Nos hablaba de la muerte, de la insignificancia, de la oscuridad cósmica. Nos recordaba lo minúsculos que éramos y que nada — ni un corazón roto, ni un suspenso, ni una traición— tenía verdadera importancia. Y eso, cuando una es niña, es devastador.

Así que yo, que me sentía sola en una casa en la que siempre había alguien al que no conocía durmiendo en el sofá, aprendí a mirar hacia los lados y descubrí a la señora Matilde.

Vivía justo enfrente, en una casa que parecía idéntica a la nuestra pero no lo era. Porque allí había orden. Había calma. Había algo extraordinariamente sencillo.

Cada día, a las ocho en punto de la tarde, la señora Matilde hervía el agua, pelaba las patatas y ponía la mesa. Se sentaba con su marido y cenaban en silencio. Él bebía vino; ella, casera, aunque todas las noches le robaba un traguito como quien roba una caricia. Y luego el baile de siempre: fregaba los platos, barría el suelo y se sentaba en el sofá, frente al ventilador, con la televisión encendida al fondo y su costura. Todos los días la misma coreografía doméstica, una especie de oración laica que me envolvía y me calmaba.

Una tarde de agosto, bajaba con mi bicicleta a toda pastilla cuando me picó una avispa en el tobillo. El dolor fue agudo, inesperado, como un castigo del aire. Corrí a casa buscando consuelo pero encontré a mi madre perdida en sus poemas y a mi padre enzarzado en una conversación con el cura del pueblo sobre la existencia de Dios. Fumaban. Bebían. Nadie notó mi tobillo hinchado ni mis lágrimas mezcladas con sudor. No quería interrumpir. No quería explicar. Me senté en el descansillo buscando un lugar donde doler sin molestar y de pronto, la señora Matilde, abrió la puerta de su casa. Sin decir nada, me sentó en su cocina, puso vinagre en un trapo limpio y me lo sujetó con una venda como se atan los secretos. Me dio un cuenco de melón cortado con esmero, un vaso de gaseosa con una rodaja de limón y me acarició la cabeza, sin preguntas. Simplemente me dejó estar. No habló de galaxias. No habló de cómo el dolor era minúsculo comparado con el universo.

Desde entonces, empecé a visitarla más a menudo. No necesitaba ninguna excusa para sentarme en una esquina de su cocina y ver cómo escurría la lechuga o desgranaba los guisantes. A veces hablábamos. A veces no. Pero me gustaba cómo ella dejaba que el tiempo pasara sin más, sin urgencia, sin convertir cada minuto en un momento único para la humanidad.

La señora Matilde no me enseñó grandes cosas. Me enseñó a pelar la fruta con paciencia, a que la leche recién ordeñada había que hervirla antes de beberla, a no llenar los silencios y a que un plato de caldo puede reconfortar más que un poema.

Murió al final de ese verano. Una mañana cualquiera, sin aviso, sin ruido. Lo supe porque a las ocho de la tarde no oí su danza diaria.

Nadie en mi casa entendió la enorme tristeza que sentí. Mi madre, con la ternura distraída de los poetas dijo: ¡Qué pena! Esa mujer no hizo otra cosa que abrir ventanas (una frase que años más tarde descubrí que había escrito Silvia Plath) y volvió a sus libros. Mi padre, con su manual de diagnósticos emocionales, habló de “apegos externos frente a carencias internas.”

Yo sabía que no era solo eso. Lo de la señora Matilde había sido amor.

Ahora, cuando enfermo o me rompo por dentro sin motivo aparente, corto el melón con calma, me sirvo un vasito de gaseosa con limón y me siento en silencio, con la televisión de fondo, hasta que el dolor o el miedo pase. Y recuerdo a la señora Matilde. No con nostalgia, sino con gratitud. Porque hubo una mujer que no fue madre, ni amiga, ni maestra, pero fue refugio. Que, sin haber leído a los grandes clásicos ni haber escrito un solo verso, me enseñó otra forma de estar en el mundo y me enseñó lo que era el amor en ese verano de 1988.

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