Réquiem por un plato: quien no tuvo una vajilla de La Cartuja tuvo, al menos, una vecina que la enseñaba con orgullo
La Cartuja dice adiós después de más de dos siglos de historia. Era más que una fábrica, era la memoria de una ciudad que entendía el valor del tiempo y del trabajo bien hecho. El recuerdo quedará en las casas, en los platos heredados de las abuelas y en los armarios donde aún duerme la loza que en algún momento fue testigo de tantas sobremesas

“Quien no tuvo una vajilla de La Cartuja tuvo, al menos, una vecina que la enseñaba con orgullo”, se dice. En casi todas las casas hubo alguna vez una vajilla de La Cartuja. En unas estaba completa, con uso acotado a los domingos y fiestas de guardar; el resto del año dormía envuelta en papel de estraza dentro del aparador. En otras quedaban solo piezas sueltas: un plato hondo, una fuente mellada, una taza... En los pueblos, la cubertería de plata y la loza buena ni siquiera se usaba, solo se enseñaba. Atesorar una pieza de La Cartuja de Sevilla era símbolo de estatus.
Sin embargo, quienes no tienen ya una de sus piezas han perdido su oportunidad o están a punto de hacerlo. La fábrica con casi dos siglos de historia —y una treintena de trabajadores— ha anunciado la paralización de su producción. “Les informamos de que, por razones técnicas, nos hemos visto abocados a parar la producción y detener la comercialización durante un plazo no determinado”, dice un escueto comunicado en su página web. Según adelantaba el pasado 9 de octubre el Diario de Sevilla, se debe a una situación financiera insostenible. “Pese a los intentos de la dirección por negociar aplazamientos y ofrecer garantías hipotecarias, los acreedores exigieron pagos inmediatos que la empresa no pudo afrontar, asfixiada tras más de cinco años en concurso de acreedores”, explicaba el medio local. Réquiem por La Cartuja.
I. Introitus /Kyrie
No todo empezó con la porcelana, la tradicional cerámica ha estado presente en la capital hispalense desde hace siglos. Por la ciudad pasaron culturas que dejaron en la tierra su impronta: los musulmanes los motivos geométricos, los italianos la inspiración de las series azules de Savona, la translúcida porcelana china que llegaba allende de los mares… pero fueron los alfares de Triana quienes acabaron haciendo suya una producción de cerámica que, como buena mestiza, bebe de todas las fuentes.
II. Dies irae
Triana ya no fabrica. Quedan talleres vacíos que huelen a polvo viejo y a aceite de linaza. En medio de ese paisaje desganado, Antonio Campos, el último alfarero de Triana, sigue girando el torno en su taller con esa cadencia que solo poseen los que modelan objetos con las manos. El barrio se ha vuelto un decorado, un escaparate para turistas. “Los que todavía compran los azulejos pintados a mano son decoradores extranjeros, no los de aquí. Por su parte, el turista se lleva algo pequeño, que quepa en su maleta”. Se dice que no sabemos vendernos, pero tampoco nos compramos. Las administraciones tampoco ayudan”, comenta Campos. “Que cierre un negocio siempre es terrible. Pero la clausura de una empresa con la trayectoria y distinción de La Cartuja es una desgracia para todos”, opina. A pesar de no faltarle el trabajo, el alfarero reconoce la crisis que viven los artesanos en España: “Nos fríen a impuestos, los españoles no compramos nuestra propia artesanía y encima no nos sabemos vender”.
III. Offertorium–Sanctus
Antes de esto, también hubo un impasse en el que la cerámica parecía haber pasado de moda hasta que llegó el siglo XIX, cuando un comerciante llamado Charles Pickman vino a Sevilla con un cargamento de vajillas inglesas. Las vendía bien, hasta que el gobierno decidió establecer aranceles para proteger la industria local. Pickman, hombre de recursos, alquiló el monasterio cartujo —abandonado por la desamortización— y erigió allí una fábrica de loza. Así nació La Cartuja de Sevilla, mezcla del método inglés y el pulso sevillano que supuso un equilibrio perfecto; las piezas no eran tan frías como las inglesas ni tan barrocas como las trianeras. La historia de estas vajillas es la historia de la revolución industrial en Andalucía.
Durante casi dos siglos, los platos de la Cartuja viajaron por Europa, se colaron en las mejores familias, en embajadas, las Casas Reales o en los ajuares de boda. Después sobrevinieron los años malos: la competencia industrial, los costes, deudas e impuestos. Aun así, la fábrica logró reinventarse con colaboraciones contemporáneas que le devolvieron un aire de modernidad, como la ilustradora Carmen García Huerta con su vajilla Georgica, el diseñador Isaac Piñeiro con la colección Vega 175, o el dúo Aaron Stewart Home y Fernando Rodríguez, que revivieron el clásico Negro Vistas con unas combinaciones nuevas de colores estridentes.
V. Lux Aeterna
Pero la llama duró poco. El cierre ha dejado a Sevilla sin uno de sus símbolos. La Cartuja era más que una fábrica, era la memoria de una ciudad que entendía el valor del tiempo y del trabajo bien hecho. El recuerdo quedará en las casas, en los platos heredados de las abuelas y en los armarios donde aún duerme la loza que en algún momento fue testigo de tantas sobremesas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.