Hacerse el despierto
Qué extraño el sueño, que empieza como una farsa con la esperanza de cumplirse y hacerse real


Tengo insomnio. Y mis jornadas parecen flotar en la irrealidad amniótica del cansancio. Los párpados pesan, los ojos arden y el cerebro arrastra unos segundos de latencia. Los días desfilan fofos e iguales, pero las noches son todas diferentes, en su angustia desesperante. Qué extraño el sueño, que empieza como una farsa con la esperanza de cumplirse, de hacerse real. Antes de dormir, uno debe fingirse dormido. No es tanto una mentira como un teatrillo privado, sin más espectador que uno mismo. No sucede con otros actos similares, con esa insistencia en el mentir. No te haces el despierto cada mañana, cuando suena el despertador. No simulas comer hasta conseguirlo, ni finges tener sexo hasta que finalmente lo tienes (a menos que seas un adolescente o un fantoche).
Yo finjo dormir todas las noches, algunas incluso lo consigo. Me lanzo al abismo de Morfeo con la esperanza de flotar. Interpreto el papel del durmiente como un acto de fe. Imito la respiración de aquel que yace a mi lado. Una respiración que conozco tan bien como si fuera la propia. Creo que con los años se nos han acompasado, como las mujeres a las que se les sincroniza la regla, dos imanes que vibran en la misma frecuencia. Cuando no consigo dormir, finjo hacerlo imitando a mi marido, con inspiraciones pesadas y cadenciosas. Es algo que llevo haciendo una década y ya me sale de forma natural. Su respiración marca la pauta, como un metrónomo, una partitura, las líneas de un cuaderno.
Me pregunto si esta sincronización nocturna es necesaria para el amor. Si a fuerza de respirar igual todas las madrugadas se acompasan los pensamientos. Quizá los caracteres se atemperan por osmosis, compartiendo aliento, sueños y desvelos. Porque ahora que me cuesta dormir, también le cuesta a él. El insomnio es una enfermedad contagiosa, o puede que yo sea mal actor. El caso es que muchas noches, mi marido descubre mi embuste y lanza unas palabras a la oscuridad: “¿Estás dormido?”. Es esta una pregunta trampa, solo cabe una respuesta. Intento contestar con silencio, seguir con esta pantomima amodorrada. Pero sin una respiración que imitar, la actuación se viene abajo, así que acabo confesando mi desvelo.
El insomnio es más intenso cuando duermo solo, cuando alguno de los dos está de viaje y no tengo una respiración que me guíe a través de la larga noche. Tengo miedo de haberme olvidado de respirar, quizá solo lo hago por imitación. Igual si duermo solo demasiadas noches me desincronizo de mi marido, y a la vuelta de mi viaje descubro que ya no tenemos nada en común. Que estoy solo ante la inmensidad oscura de la noche.
Me gusta dormir con él. Acurrucados bajo el edredón, más que un abrigo, una trinchera emocional. Cuando no puedo siquiera fingirme dormido, intento calmar los nervios observando la placidez ajena. No hay nada más impúdico que mirar al durmiente. La completa indefensión del observado produce un desequilibrio con su observador acechante. Ambos se encuentran en dos planos, en dos mundos distintos. Por eso solo puedes mirar a tu pareja o a tu hijo pequeño. En cualquier otro contexto, observar al durmiente es un tabú, un gesto que despierta todas las alarmas.
Dicen que Madrid nunca duerme y últimamente me siento muy Madrid. También dicen que la noche es joven, pero eso no es cierto. La noche es vieja y oscura y muere todos los días. Está muriendo ahora mismo. Busco pájaros con el oído, pero solo encuentro coches. La ciudad empieza a despertar y yo solo quiero ponerla en pause. Respiro despacio muy rápidamente, a ver si así me duermo antes. No lo consigo. Llevo toda la noche haciéndome el dormido y ahora que amanece me tocará hacerme el despierto. Miro al infinito blanco sobre mi cabeza. Una grieta rompe el techo. Un terremoto en miniatura. La casa se descascarilla como un huevo hervido. Quizá deje al descubierto una piel nueva.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Sobre la firma































































