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Vermú y verbena
Columna
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Gente que camina por no bailar

Madrid está llena de peatones que caminan con cascos, al ritmo de una música íntima que les hace moverse con una cadencia concreta

Enrique Alpañés

El otro día escribí un artículo sobre la anhedonia musical, un nombre precioso para una condición feísima. Resulta que un porcentaje pequeño de la población, en torno al 5%, no disfruta en absoluto con la música. Es como si les hablaran en un idioma que no conocen, escuchan los sonidos, pero no los entienden. En el otro extremo del espectro se encuentran los hiperhedónicos musicales, que es el sinónimo técnico del disfrutón de toda la vida. Los responsables del estudio han creado un test para que la gente pueda calcular en qué parte del espectro se encuentra. Decidí hacerlo un poco como hacía los test de la Superpop cuando adolescente, sabiendo de antemano en qué categoría iba a caer.

Pero me equivoqué. Resulta que no soy un hiperhedónico, sino un melómano de medio pelo. El tipo de hombre que baja el volumen de la radio en el coche, el que se pone en última fila en los conciertos para evitar los agobios, el que silba, pero no canta. Soy un equidistante del hedonismo, un moderadito musical.

Todo esto, comprendí, es porque no bailo. La música me encanta, pero no siento la necesidad (ni tengo la capacidad) de reaccionar físicamente ante ella. No creo que esto me haga disfrutar menos de una buena canción. Así que en la entrevista pregunté al científico responsable, como un alumno que va a revisión para que le suban la nota. Apelé explicando lo siguiente.

En Madrid la gente va siempre con prisa. Se suele manifestar esto en tono de queja, pero creo que tiene sus cosas positivas. Me encanta pasear a paso ligero por la ciudad. Los cascos gritándome íntimamente una música que me hace sentir dentro de un videoclip. El rumbo firme, la mirada en el suelo, el ritmo chulesco. Tengo una playlist que se llama “flâneur flipado” en la que meto canciones perfectas para este menester. Lorde, Charlie XCX, Blanco y algo de Johnny Jane. Es escucharlos y me entran unas ganas tremendas de ponerme a andar hacia dónde sea.

Me diluyo entre el río de gente que fluye por la Gran Vía. Voy una marcha por encima de la masa, esquivando sin dejar de seguir el ritmo, sin alterar el paso. Intento no hacerlo, pero muevo levemente los labios, en un playback íntimo y disimulado. Soy una flecha. Soy Richard Ashcroft en Bittersweet Symphony. La Rosalía en Malamente. Voy caminando deprisa y murmurando solo, así que probablemente soy más parecido a Rajoy haciendo deporte, pero eso es solo porque la gente me ve sin música. Y hay muchas cosas que sin música parecen ridículas y carentes de sentido.

A veces veo a otros transeúntes sumidos en el mismo trance musical, caminando por no bailar. Madrid está llena de hombres y mujeres que pasean al ritmo de una música íntima que les hace moverse a un ritmo concreto. Rápidos y sincopados. Parecen peatones al uso, pero si te fijas, puedes leer que en su paseo la cadencia del baile.

Es andando cuando la música encaja en los cuerpos, en un movimiento menos coordinado pero más útil que el del baile. La canción cobra sentido y dirección. Pero en coche, encerrado, también la disfruto. Canto como si fuera mi última noche en la Academia de OT. No entiendo el coche sin música. No puedo disfrutar del paisaje que se escurre tras los cristales si no es con una buena canción. Viajar sin música es un poco como follar sin amor. Se puede hacer, da gustito, pero no es épico.

Le comento todas estas chorradas al científico, que se creía que iba a hacer una entrevista al uso y se ha visto envuelto en un monólogo sobre el paseo, el baile y la importancia de autodeterminarse disfrutón. Y termina por darme la razón, (como a los locos, probablemente) concediendo que el baile no tiene por qué ser algo reglado y coordinado. Que caminar rápido podría ser el bailar de los descoordinados. Y que una nota no te define. Así que decido ignorar mi puntuación en el test hedónico, me calzo los cascos y me pongo a andar sin rumbo pero con ritmo. Soy un flâneur flipado y Madrid es mi pista de baile.

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Sobre la firma

Enrique Alpañés
Licenciado en Derecho, máster en Periodismo. Ha pasado por las redacciones de la Cadena SER, Onda Cero, Vanity Fair y Yorokobu. En EL PAÍS escribe en la sección de Salud y Bienestar
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